“¡Que encuentre mi tesoro el que pueda entenderlo!”, clamó hace casi tres siglos en el cadalso el legendario pirata francés Olivier Levasseur, alias ‘El Gavilán’, un grito que dio pie a un misterio todavía por resolver en Seychelles.
La multitud congregada el 7 de julio de 1730 en Saint-Denis, en la colonia francesa de la isla de Bourbon (actual Reunión), donde Levasseur fue condenado a la horca por sus correrías, quedó estupefacta por la inesperada exclamación “in extremis”. Acto seguido, el filibustero, ya con la soga al cuello y a las puertas del sueño eterno, sacó de un collar un criptograma de diecisiete renglones y lo arrojó al gentío, que a golpes -y hasta mordiscos- intentó atrapar el pergamino.
De los de parche en el ojo
Levasseur, pirata de los de parche en el ojo de verdad (una herida en combate le dejó medio tuerto), se curtió como corsario en la Guerra de Sucesión Española (1701-1715) y ya como bucanero en el Caribe, donde aprendió a oler el oro y se ganó el mote de El Gavilán por la rapidez con que pasaba a cuchillo a sus enemigos. Acosado en las Antillas por Inglaterra, El Gavilán buscó fortuna en el océano Índico y montó su cuartel general en Madagascar, con el ojo -el sano, claro- puesto en los galeones portugueses que retornaban de sus posesiones en la India.
Levasseur, que en vez de utilizar la tradicional bandera pirata, la temible ‘Jolly Roger’, izaba una más temible -si cabe- enseña blanca decorada con un esqueleto negro, se asoció con el infame pirata inglés John Taylor, entre otros filibusteros. Juntos perpetraron en abril de 1721 uno de los ataques más famosos de la historia de la piratería: la captura del galeón portugués ‘Nuestra Señora del Cabo‘, un buque de 800 toneladas lleno hasta los topes de un tesoro perteneciente al virrey luso de Goa y al obispo de ese estado de la India, que volvían a Lisboa.
Fue un premio fácil. Los piratas asaltaron el navío sin disparar un solo tiro porque sus 72 cañones habían sido arrojados por la borda para evitar un naufragio, tras quedar el navío desarbolado en una tormenta, por lo que estaba en reparaciones en Bourbon.
Un galeón lleno de oro y plata
Levasseur no daba crédito: el botín contenía cofres a rebosar de lingotes de oro y plata; cajas abarrotadas de diamantes, guineas, perlas, seda y -cómo no- la célebre Cruz Ardiente de Goa, hecha de oro con incrustaciones de diamantes, rubíes y esmeraldas. La cruz pesaba tanto, que hicieron falta tres hombres para cargar con ella.
Tras repartirse el trofeo con Taylor y compañía, El Gavilán -quien, por cierto, se llevó la cruz, entre otros preciados objetos- se ocultó años después en la granítica isla de Mahé, en las Seychelles, en desacuerdo con una amnistía declarada por el Gobierno francés a los malhechores del Índico que renunciaran a la piratería.
Detenido eventualmente en Madagascar y trasladado a Saint-Denis, Levasseur murió ahorcado, como es sabido, pero su último grito en vida resonó dos siglos después en los oídos de la señora Rose Savy, quien en 1923, durante un paseo por una playa del distrito de Bel Ombre en Mahé, avistó unas marcas extrañas esculpidas en unas rocas. La señora Savy pensó que podía tratarse de señales piratas y, atraída por la curiosidad, obtuvo una copia del criptograma de El Gavilán con ayuda de un sobrino archivero y conocedor de Levasseur. El documento fue autentificado por la Biblioteca Nacional de París.
La mujer excavó y descubrió esqueletos con pendientes de oro, quizás de piratas de baja estofa que, según la leyenda, Levasseur ejecutó para salvaguardar el secreto de la ubicación del tesoro. Pero, incapaz de descifrar el enigma, la señora Savy abandonó la búsqueda y vendió el papel a Reginald Cruise-Wilkins, un exguardia de Coldstream, famoso regimiento del Ejército del Reino Unido que protege las residencias oficiales de la monarquía británica.
Símbolos masónicos, la clave
Cruise-Wilkins, un ‘cazador blanco’ residente en Nairobi que dio con sus huesos en Seychelles para recuperarse de la malaria, había descifrado códigos secretos con el Ejército y, tras examinar el documento, comprobó que se basaba en la simbología masónica. El exmilitar llegó a una conclusión: Levasseur enterró el botín de acuerdo con un complejo acertijo inspirado en los ‘Doce trabajos de Hércules’ de la mitología griega, que representan las pistas que hay que descodificar para localizar el tesoro.
Cruise-Wilkins rastreó y excavó durante 27 años el litoral de Bel Ombre, rodeado de un mar turquesa, exuberante vegetación y enormes rocas de granito lisas esculpidas por las olas. Tras empeñar ahorros y salud en la búsqueda, el infatigable cazador de tesoros murió en 1977 antes de descifrar un último eslabón del criptograma. En una cueva, viejas pistolas, monedas, sarcófagos piratas y estatuas de porcelana fue todo lo que halló.
Su hijo John Cruise-Wilkins, tan tozudo como su padre o más, tomó el testigo. “¡Oh, sí. Claro que aún buscamos el tesoro!”, confirma a Efe por teléfono desde Seychelles este historiador con el entusiasmo de un niño que acaba de leer las aventuras del pirata Barbanegra. “Pero, de momento, hemos parado las operaciones por el covid-19”, explica Cruise-Wilkins, de 62 años, que negocia con el Gobierno seychellense la renovación de la licencia con la que continuar las excavaciones. El tesoro -subraya- tendría hoy un valor de “unos 200 millones de libras esterlinas (222 millones de euros)”, aunque si llegara a descubrirse, “el 50% sería para el Gobierno por ley”.
El Santo Grial de la piratería
Por si fuera poco, el botín de Levasseur representa “el Santo Grial de la piratería, como el faraón Tutankamón lo es para la egiptología”, sostiene el historiador, que ha escudriñado, palmo a palmo, más de dieciséis hectáreas de terreno costero en Bel Ombre. “No me canso, pero he perdido todo mi dinero en esto. Le he dedicado toda mi vida”, admite Cruise-Wilkins, que necesita financiación para poder cumplir su sueño.
El “hombre del tesoro”, como le llaman en Mahé, ha desenterrado huesos, pistolas, balas de mosquetes y estatuas, pero ni un sólo lingote de oro. Sin embargo, se resiste a tirar la toalla porque no sólo quiere reivindicar a su padre, sino “vencer al pirata en su propio juego”.
Sus pesquisas se centran en una cueva que da a una playa, una concavidad bloqueada por peñascos y a la que solo se puede acceder por un túnel submarino, a merced de las mareas. “Hemos hecho la parte metodológica del trabajo (…). Las pruebas arqueológicas halladas son abrumadoras. Ahora sólo tenemos que examinar los puntos calientes. Y en uno de esos puntos calientes yace el tesoro”, asegura Cruise-Wilkins.
Una atracción turística
En Mahé, una isla pequeña donde se conoce todo el mundo, cada cual guarda una opinión sobre el tesoro de Levasseur, desde quienes toman por loco a John Cruise-Wilkins a quienes otorgan cierta credibilidad al pirata, como el escritor local Glynn Burridge. “Es completamente posible que exista (el botín)”, comenta por correo electrónico Burridge, al destacar que ese misterio se ha convertido en un “enorme factor de atracción” turística en Bel Ombre.
“Aunque el verdadero tesoro -añade Burridge- es la historia del tesoro”.