En el Centro Naval se creó la Comisión pro Defensores del Orden, una organización parapolicial, creada por militares, sacerdotes y empresarios de derecha, que pocos días más tarde cambiaría su nombre a Liga Patriótica. Entre sus miembros más destacados se encontraba el Senador Leopoldo Melo y Manuel Carlés, ambos de filiación radical. Su misión era desalentar cualquier desorden, como los que se habían registrado en la ciudad. Muchos dirigentes de la Liga creían que eran víctimas de un complot internacional, como el que había asolado San Petersburgo y que en esos días se desataría en Berlín. El Herald lo había dicho claramente: “esto es bolchevismo”. Existía la idea que todo se debía a grupos orquestados por anarquistas y formaciones de izquierda, multiplicaban el desorden social con la intención de subvertir el orden. El general Dellepiane, ya dueño de la situación, manifestó en el diario La Época que “jamás el presidente de los argentinos cederá a la sugestión amenazante de las turbas desorbitadas”. Su intención era darles un escarmiento que no olvidarían en 50 años (La Nación, enero 1919).
Organizados los grupos parapoliciales, éstos no solo deberían reprimir a los huelguistas, sino arrancar de cuajo esta ideología minoritaria y ajena a nuestra idiosincrasia.
Desatada la represión, liberados de culpa y cargo por el mismo gobierno, los grupos de choque buscaron volver a la “normalidad”, dando rienda suelta al espíritu xenófobo que reinaba entre las clases acomodadas. Para ellos, la inmigración masiva atentaba contra el ser nacional y desnaturalizaba la argentinidad por ideologías ajenas a nuestra idiosincrasia, asociada a bolcheviques y anarquistas extranjeros. La necesidad de un enemigo común, es una vieja táctica que sirve para unificar al grupo represor. Cuanto más fácil de identificar es el “enemigo” por sus características externas, se facilita la concreción de la misión. Los huelguistas podían ser cualquier obrero, en cambio los judíos eran más fáciles de identificar. Si bien hubo anarquistas y bolcheviques de origen judío, no podía echársele la culpa a toda la colectividad (como había pasado en Rusia y acontecería en la Alemania nazi). De hecho, los grupos parapoliciales también atacaron a catalanes, un grupo donde era común compartir ideas anarquistas… pero, ¿cómo diferenciar a un catalán de un vasco, o un gallego? Era mejor buscar un enemigo identificable.
El 10 por la noche, se corrió el rumor que algunas comisarías serían asaltadas por huelguistas. De hecho, se dijo que dos policías habían muerto defendiendo su seccional. Sin embargo, no existe documentación que esto haya acontecido y que solo fue una excusa para iniciar una escalada represiva que comenzó en las primeras horas del día 11.
Las fuerzas de seguridad y las parapoliciales entraron a las casas sospechosas de albergar sediciosos sin orden judicial, cometiendo todo tipo de excesos, asesinando, destruyendo, violando. A lo largo de ese día se dedicaron a “la caza del ruso”, especialmente en el barrio judío del Once, donde todo portador de barba era sistemáticamente atacado por hordas de la Liga Patriótica.
Algunos individuos para identificarse, exclamaban “Yo, argentino”, marcando la diferencia con los extranjeros. De persistir la duda, debía cantar el himno, condición suficiente para confirmar su argentinidad. La frase subsiste hasta nuestros días, para exaltar nuestra neutralidad en algún asunto de gravedad, que también implica una falta de intromisión, a pesar de los flagrantes excesos de los que se puede ser testigo. Al grito de “mueran los judíos”, o “maximalistas” (partido ruso escindido del socialrevolucionario) se atacaban a las personas que usasen las vestimentas propias de este grupo religioso, incurriendo en el prejuicio de asociar identidad con ideología.
El escritor Juan José de Souza Reilly fue testigo de tales excesos, de jóvenes violadas, ancianos arrastrados por sus barbas, hombres golpeados hasta la muerte, mientras ondeaba sobre ellos la bandera argentina. José Mendelsohn confirma las mismas historias, “Pamplinas eran los pogromos europeos, al lado de lo que le hacían los americanos en las comisarías”.
El director del periódico Avantgard, Pinie Wald, fue detenido y torturado, acusado de ser el futuro jefe del gobierno de izquierda que habría de instalarse, una vez que triunfase la revolución.
Si bien esa tarde del sábado 11 de enero, el sindicalista Sebastián Marotta se reunió con Alfredo Vasena para poner fin a la huelga, los desórdenes continuaron en el interior del país, llevando adelante actos subversivos. También se sucedieron las razzias y los actos de violencia, detenciones en masa y tortura dentro de las prisiones, reflejadas en el libro que Wald escribiera en 1928, “Pesadilla”.
Si bien el 13 se levantó la huelga, y las autoridades llegaron a un arreglo entre la patronal y el sindicato, al día siguiente las fuerzas gubernamentales destruyeron las instalaciones del diario anarquista La Protesta y detuvieron a varios líderes sindicales.
A pesar de la renuncia, rechazada, de Dellepiane, se declaró Estado de Sitio.
En tales condiciones se produjo un segundo pogromo en el barrio del Once. Los muertos se acumularon en el arsenal del Ejército, donde trabajaba el teniente Juan D. Perón. Según la embajada americana fueron 179 los cadáveres de rusos judíos que no habían sido sepultados.
Los periódicos oficialistas acusaban a una minúscula minoría de las barbaridades cometidas. Eran, según ellos, “el 1,17 % de la población”, cifra que coincidía con los números de israelitas censados en 1914. La Época se caracterizó por haber publicado 12 editoriales antisemitas en escasos tres meses.
En épocas de pasiones desatadas, se mezclan intereses, necesidades y prejuicios.
A los reclamos para mejorar las condiciones de trabajo, se sumó las intenciones desestabilizadoras de bolcheviques y ácratas que llevaban adelante actos de desestabilización. El gobierno tuvo miedo de estar viviendo una revolución como la rusa, y algunos grupos represores cayeron en la trampa del prejuicio e incriminación a todo un grupo religioso, que no tenía culpa de la ideología de algunos de sus miembros. También había comunistas y ácratas entre los catalanes, gallegos, alemanes y franceses que habían llegado como “hombres de buena voluntad”, pero era mejor atacar al grupo más fácil de distinguir.
Por su parte es interesante conocer las opiniones de dos participantes de esta tragedia.
El presidente Irigoyen con su habitual parquedad, solo dijo: “Querían arrastrarme a reprimir a sangre y fuego”.
El general Perón, más locuaz, fue testigo y participe de la represión (al igual que lo sería en la represión de los trabajadores del Chaco). “Se trataba de una conspiración internacional muy bien montada”, afirmó el entonces teniente, “a punto tal que esa misma semana estallaron en Berlín las Revueltas Espartaquistas (movimiento revolucionario marxista, que en enero del XIX trató de tomar el Berlín)”. Las refriegas callejeras fueron reprimidas por las Freikorps, grupos de choque de derecha, muy semejante a nuestra Liga Patriótica. En esos días fue fusilada Rosa de Luxemburgo.
La xenofobia obnubiló al bando represor, que dio rienda suelta a su odio, dejándose llevar por los prejuicios antisemitas que afloraban en Europa y Estados Unidos. Sin embargo, Argentina fue el único país latinoamericano donde se expresó este prejuicio con una violencia unisita y con la no tan secreta anuencia del gobierno, ya que ninguno de estos crímenes fue punido; una herida abierta en la honra nacional que nunca fue debidamente reconocida, y menos aún, resarcida.