«El sueño de un matrero»

Aparicio Saravia da Rosa había nacido en ese límite borros de la Patria Grande, donde Brasil y Uruguay y hasta parte de Argentina, se mezclan en una pérdida de identidades.

Se pertenecía a un partido u otro por esas tradiciones familiares, aunque en el caso de los Saravia, no todos los hermanos eran blancos como lo habían sido Gumersindo y Aparicio, líderes del Partido Nacional que se batían por las libertades públicas cuando entendían que éstas estaban en peligro. Y también lo hacían de un lado u otro de la frontera, arrastrando al entrevero sus paisanos, fuesen orientales, “farrapos” o argentinos.

Aparicio Saravia

Aparicio Saravia junto a su hermano Gumersindo (ambos al medio) y sus comandantes.

Aparicio Saravia junto a su hermano Gumersindo (ambos al medio) y sus comandantes.

En 1893 los hermanos habían peleado con 400 lanceros contra el gobierno centralista brasilero y en 1895 lo habían hecho contra el gobierno exclusivista de Juan Idiarte Borda. La suerte no siempre los acompañaba, y cuando les era adversa cruzaban la frontera hasta la próxima amnistía.

En el ’97 Aparicio se puso al frente de la Revolución del Partido Nacional (o Blanco, como se llamaban por los ponchos que usaron las tropas de Oribe en la batalla de Carpintería). Los Saravia exigían la representación de las minorías, cosa que no contemplaba la Constitución de 1830. La paz se acordó con el Pacto de la Cruz.

Pero los tiempos eran inquietos, como el alma de estos hombres, y el pacto se quebró cuando José Battle y Ordoñez asumió como presidente. Las batallas se sucedieron en Mansavillagra, Illescas y el feroz combata de Tupanbae, pero el momento final llegó en las cuchillas de Masoller, como cuenta la crónica del Coronel Ramón P. González, testigo de esta historia.

Nosotros veníamos hacia el Este por la Cuchilla de Belén para tomar la Cuchilla Negra en el Marco Divisorio de Masoller; de allí arranca la Cuchilla de Haedo hacia el Sur, encallada por un doble cerco de piedra y de un ancho aproximado de unos 40 metros, calle que va rumbo al Cerro del Lunarejo; a pocas cuadras al Sur de Masoller y desde los cercos de piedra, nace otro que se dirige al Oeste, deja un espacio abierto de unas cuadras, tres o cuatro, y sigue el cerco hacia el Sur, y luego al Oeste de nuevo en suave zigzag, dejando al Sur el camino de la Horqueta y enseguida se eleva el Cerro de los Cachorros; allí el terreno es pedregoso, abrupto, con caídas en aguadas profundas, serranas, hacia el Arapey que bordea por el Norte al último segmento del cerco de piedra que estamos describiendo y ubicando en la zona. El Arapey es una simple aguada en su nacimiento.

El enemigo tomó posiciones muy buenas, con amplio espacio de maniobras a su retaguardia; la Vanguardia se parapetó en los dobles cercos de piedra de la Cuchilla de Haedo; desde Masoller al Cerro de los Cachorros debe haber unas treinta y pocas cuadras; el Centro y la Izquierda enemigos tomaron posiciones al Norte del Cerro de los Cachorros y sus reservas al Sur; si prolongáramos la línea del Centro hacia la Cuchilla de Haedo forma con ésta un ángulo recto; desde nuestras posiciones se veía el claro de muchas cuadras de ancho que queda entre las Vanguardia y el Centro, claro que, para llegar a él, era necesario entrar por el boquete ya descripto.

Nosotros, apoyados desde la cuchilla de Belén, y mirando hacia el Sur y hacia el Este deberíamos combatir de frente a los cercos de piedra, de frente al Cerro de los Cachorros y tratar de introducir una cuña por el boquete a fin de separar la Vanguardia enemiga de su Centro, única maniobra lógica que presentaba el terreno.

No olvidemos que a nuestras espadas apuntaba el Rincón de la invernada, del Brasil.

Las fuerzas que iban a entrar en cuña, necesariamente sufrirían fuego, por lo menos desde dos ángulos.

Todas estas razones influenciaban en el ánimo del General para no presentar batalla.

Se enfrentaban en un duro combate que empieza al comienzo de la tarde y llega casi hasta el fin de la misma.

La jornada trágica quedó marcada por la herida del Gral. Aparicio Saravia, un balazo de máuser que resultará mortal pasados los nueves días siguientes.

Se trasladó a la estancia de D. Luisa Pereira (madre del caudillo João Francisco Pereira).

Una vez en la estancia, se le dio habitación en una de las mejores piezas de la casa, colocándosele en un gran lecho matrimonial, y con todas las comodidades posibles.

Aquí continuó la asistencia del herido bajo la asidua vigilancia del doctor Lussich, Maura Saravia, el ayudante Urtiaga, personas de la casa del coronel Juan Francisco Pereira, hermanos de éste, comandante Sierra y otros.

Más tarde sobrevino la grave complicación que se temía, y la peritonitis, que ya durante el viaje había mostrado los primeros indicios, se declaró con toda intensidad.

El segundo o tercer día sobrevino el sub-delirio, y con períodos de atenuación y exaltación que llegaban al delirio mismo, mientras una agitación continua dominaba al enfermo.

La bronconeumonía que atacó después al herido agravó más su estado, preparándolo para el final que se preveía.

Horas antes de fallecer perdió en absoluto el conocimiento, y la vida se revelaba en él nada más que por la continua agitación que es propia de los atacados del mal de la peritonitis.

En la madrugada del día diez falleció sin salir del estado de postración e inconciencia en que estaba desde algunas horas. Inmediatamente se preparó convenientemente una pieza, y se procedió a velar el cadáver, colocándose éste en un rico cajón, y envolviéndolo en la bandera nacional.

En el velatorio hicieron acto de presencia todos los miembros de la familia Pereira, el joven Saravia, el ayudante del general, señor Urtiaga, el doctor Lussich y otras personas más. Las horas del velatorio transcurrieron lentas y tristes, impresionados como estaban todos por el desgraciado suceso.

El día once, a la 1 pm, se condujo el cadáver hasta el panteón de la familia Pereira, sito en la misma estancia, yendo el féretro envuelto en la bandera nacional. En el momento de la inhumación hizo uso de la palabra el ayudante, señor Urtiaga, expresando los méritos personales, políticos y guerreros del extinto, y la pérdida que su muerte significaba para el partido.

Al enterrar el cadáver se colocó la bandera nacional. Después se echaron algunas flores sobre el panteón, y se le dejó allí, en el silencio infinito de la tumba.

Desde el momento que Saravia fue trasladado a la frontera, en el ejército nacionalista se produjo la inevitable confusión sobre el qué hacer de inmediato entre los jefes de división que mantuvieron puntos de vista opuestos.

Hubo deserciones, decisiones de abandonar la lucha teniendo en cuenta la cercanía de las fuerzas del gobierno.

Provisoriamente se llegó a un acuerdo: formar un triunvirato con los Coroneles Basilio Muñoz, José González y Juan José Muñoz, distinguidos por su fidelidad al General y a la causa nacionalista.

El Cnel. Muñoz asumiría el mando de las fuerzas que llegaba a los 12.000 hombres que permanecían fieles a la revolución.

S.G.

Texto Extraído del libro Saravia en la Revolución de 1904 de Ramón P. González.

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