El Juicio final

Cuando la Iglesia Católica promovió las indulgencias plenarias (que se convirtieron en una nueva e interesante forma de ingresos ), era menester ser muy precisos en los castigos que aparejaban una estadía en el Infierno para estimular esta dádiva que llenaba las siempre exigidas arcas del Vaticano. Los artistas fueron, una vez más, los encargados de describir minuciosamente los sufrimientos de los condenados para trasmitir un mensaje aterrador.

Michelangelo Buonarroti, en su monumental trabajo de la Capilla Sixtina, retrató los castigos de los pecadores. El tema no era menor, la amenaza del protestantismo era real, en 1514 habían saqueado Roma. Era menester dejar bien claro que a todos aquellos que se alzasen contra el Papado se les tenía reservado el más ignominioso de los castigos en el Averno.

Las obras de la Capilla comenzaron en 1535, encomendadas por Pablo III. La abundancia de desnudos en ese recinto sagrado promovió las discusiones más airadas. El más conmovido por tanta escasez de indumentaria era el maestro de ceremonias del Vaticano, Biaggio de Cesana. Tal fue el enojo de Miguel Ángel por la crítica de Biaggio, que Buonarroti decidió condenarlo a los infiernos y allí lo puso como Minos, rey de los demonios, desnudo, con orejas de burro y una serpiente enroscada en el cuerpo. No contento con esto, la misma serpiente ataca con saña su miembro viril.

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Cuenta la leyenda que Biaggio se dirigió al Papa Pablo III para que ordenase su exclusión del mural. El Papa, no sin ironía, le respondió, “querido hijo mío, si el pintor te hubiese puesto en el purgatorio, podría sacarte, pues hasta allí llega mi poder, pero estás en el Infierno y me es imposible. Nulla est redemptio”. Y allí quedó Biaggio, condenado a la eternidad a este infierno pictórico, por ser más papista que el Papa.

De todas maneras, la exhibición de tantos cuerpos desnudos trajo aparejado un gran debate que duró muchos años, a punto tal que El Greco, durante su paso por Roma, se ofreció para pintar una nueva obra en reemplazo de la de Miguel Ángel. Afortunadamente, la propuesta no fue aceptada y la controversia continuó.

Al final, las diferencias las zanjó el sucesor de Pablo III, Julio III, quien contrató a uno de los discípulos de Miguel Ángel, llamado Daniele da Volterra, para corregir tanto exhibicionismo con paños de pureza que taparan las vergüenzas de estos cuerpos. Desde entonces, a Volterra se lo conoce como “Il Braghettone”, palabra que podría traducirse como el “pinta calzones” y, por extensión, el “calzonudo”, un término que a veces utilizamos con aquellos que abundan en un exceso de corrección política.

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