Ana María Cecilia Sofía Kaloyerópulos vino al mundo en Nueva York el 2 de diciembre de 1923. Sus padres, griegos, él de profesión farmacéutico, se habían instalado en los Estados Unidos. El apellido heleno lo trastocaron en el que nuestra protagonista paseó por todos los mejores teatros de ópera. María Callas recibió sus primeras clases de canto de una española, la aragonesa Juana Rodríguez Roglán (Elvira de Hidalgo en las carteleras). Inició su carrera con Cavallería rusticana, en Atenas. Pasó unos años en Italia y en 1947 conoció en Verona a un rico industrial del ramo de la construcción de esa ciudad, Giovanni Battista Menenghini, treinta años mayor que ella, hacia quien confesó sentirse rendido por sus encantos. Se ofreció a pagarle las clases de canto que le restaban por completar, hasta convertirse en una especie de pigmalion suyo y luego su representante, tras finiquitar cuantos negocios tenía ajenos al mundo de la ópera. Se casaron en 1949 yéndose a vivir a una espléndida vivienda, en realidad palacete, en la villa de Sirmione. El mismo año en el que representó I puritani, de Bellini, que la aupó al cénit de las grandes soprano lírico-spinto, junto con Nabucco, de Verdi.
Tuvo de perder más de treinta kilos para adaptarse físicamente al personaje central de Medea, en la temporada 1953-54. En 1956 se enfrentaba por primera vez en un escenario a quien era considerada su más directa rival, Renata Tebaldi. Recordamos un suceso acaecido el 5 de mayo de 1959, la única vez que María Callas se anunció en el Liceo barcelonés, coliseo en el que la Tebaldi contaba con más partidarios que ella. Transcurrió aquel recital con un público dispuesto a juzgarla severamente, que no parecía estar complacido con la actuación de la eximia griega, quien al final sí que vio premiado su talento y esfuerzo aquel día por dejar muy alto su nombre y despejada ya su supuesta minusvalía vocal con respecto a su citada colega. Conquistó, en una palabra, el Liceo. Pero no volvió más.
Fue llamada “La divina”. Sus líricas o dramáticas representaciones, según qué papel, le proporcionaron triunfales noches cantando La Gioconda, La walquiria, El barbero de Sevilla, La Traviata, Fedora y un largo etcétera.
Agasajada por reyes, jefes de estado y personalidades de múltiples países, el matrimonio Meneghini encontró natural que el naviero Aristóteles Onassis los invitara a un crucero a bordo de su lujoso yate Christina. Al fin y al cabo éste y ella procedían del mismo país, Grecia. Se habían conocido en Venecia, durante una de las fiestas que organizaba aquella obesa cotilla de la prensa frívola de Hollywood llamada Elsa Maswell, que fue quien los presentó. Sin embargo en aquel primer encuentro en 1957 no surgió el chispazo del amor, sino un año después con ocasión del debut de ella en la Ópera de París. A su camarín fueron llegando ramos de flores, hasta que acabó aquel desfile con el último, que llevaba la tarjeta de su admirador: Aristóteles Onassis. Y la diva no mostró resistencia alguna al ser invitada, junto a su esposo, a ese crucero de marras.
Pronto intimarían al punto de que en un descuido calculado del marido, el anfitrión se llevó a María Callas a sus aposentos. Tina Lívanos, la esposa de “Ari”, los descubrió uno encima de la otra. Inmediatamente se fue el camarote de Meneghini haciéndole partícipe de que estaba siendo coronado con unos rotundos cuernos: “Te la ha quitado, Battista”. Desconcertado, el esposo de la cantante sólo acertó a musitar: “Ya pasará…”. Pero no, aquel encuentro amoroso de Onassis con María Callas no fue flor de un día. Convencido de que su amantísima esposa ya se había decidido a romper el matrimonio, el señor Meneghini (al que Tina apodó “Meningitis”) solicitó la separación, en tanto Tina Lívanos, nada más atracar en Nueva York, fue derecha a sus abogados para pedir el divorcio, lo que aparte de un buen pastón, a Onassis sin embargo le produjo gran satisfacción: estaba harto de ella y quería vivir su vida, coleccionando amantes.
Aceptó utilizar zapatos planos
María Callas sería una más, aunque ésta había quedado fascinada por la personalidad del naviero, llegó a quererlo con locura, hasta arrojar por la borda (nunca mejor dicho en su caso) toda su maravillosa carrera operística. Como Onassis era algo más bajo que la Callas, ésta aceptó utilizar zapatos planos, sin apenas tacones. Él la seguía a muchos de sus desplazamientos y se cuenta que estando en Londres, donde María iba a actuar en el Covent Garden, contrataron un Rolls Royce para pasear por la capital británica. Durante ese trayecto el orondo multimillonario hizo el amor con la soprano, lo que con todo lujo de detalles obscenos contaría una vez a sus amistades, entre risotadas y sorbos continuos de champán. ¡Y pensar que la Callas soñaba con que un día Onassis le pidiera casarse con ella…!
Onassis, todavía emparejado a María, fijó sus ojos, en Lee Radziwill, hermana menor de Jacqueline Kennedy, que estaba atravesando un delicado momento en su matrimonio. El idilio con Lee duró un suspiro, pues en esos días, noviembre de 1963, asesinaron en Dallas al Presidente John F. Kennedy. El naviero olvidaba pronto a sus ocasionales amantes, pero con María Callas estaría cinco años de relaciones apasionadas y en el verano de 1966 vivió su etapa más romántica llevándola a la isla de Skorpios, propiedad de Aristóteles. Sin embargo, unas semanas después, gentes de la isla comentaban que ya la pareja ni siquiera discutía como fechas atrás. Daba toda la impresión de que Onassis, aburrido ya, detestaba a la Callas, así, de golpe y porrazo. No mucho más tarde se entregaba a la conquista sibilina de Jacqueline Kennedy en tanto María se quedaba en París, con su soledad y amargura a cuestas. Los hijos del magnate, Alejandro y Christina parecieron alegrarse de que la cantante hubiera sido despreciada por su padre.
Fueron esos años, desde 1966 hasta su muerte en 1977, muy penosos para María Callas, quien con sólo cuarenta y un años, por su amor a Onassis había dado su concierto de despedida en el Covent Garden cantando “Tosca”. Los días se le hicieron largos y solitarios, comenzó a tomar pastillas y el 25 de mayo de 1970 fue ingresada de urgencia en un hospital. ¿Fue un intento de suicidio? Probablemente. Intentó dirigir algunas funciones de ópera, impartió algunas lecciones magistrales, su gran amigo, el tenor Giuseppe di Stéfano convino con ella, para ayudarle a salir adelante en aquel trance, en actuar juntos una corta temporada. Todo inútil, porque aquella mujer llena de vida la iba abandonando, presa de una crisis depresiva galopante. Onassis, que se había casado con Jackie, todavía al acabar aquel interesado y escandaloso matrimonio, quiso reanudar su relación con María Callas, pero ya era tarde. Cada uno de los dos parecía tener escrito sin remedio en su destino un negro final. Se adelantó el rico Onassis con la Parca, el 15 de marzo de 1975, muy envejecido y también alejado de muchos que le habían dado la espalda, como merecía su torvo proceder. En cuanto a ella, fue encontrada muerta en su apartamento en París, en la avenida Georges Medel 36, cerca del Arco de Triunfo en septiembre de 1977. Había ingerido una buena dosis de barbitúricos, lo que presumía que pudiera haberse quitado premeditadamente de en medio. Pero con celeridad desmesurada, sin nadie impedirlo, sus restos fueron llevados al crematorio. No había podido probarse ese supuesto suicidio. Sus cenizas fueron enterradas en el cementerio del Padre Lachaise. Si en vida no había sido feliz, parece que muerta tampoco podía gozar de la paz eterna y un tiempo después alguien robó el columbario para luego dejarlo abandonado. Al hallarse, los allegados a María decidieron arrojar las cenizas al mar Egeo. Quien fuera su ex marido, Giovanni Battista Meneghini había decidido escribir un libro con sus recuerdos sobre María Callas, que por decisión suya no salió a la luz hasta después de su fallecimiento en 1981, donde sostenía que ella se había suicidado, aunque el misterio siga al respecto presidiendo su leyenda. “Prefirió dejarme –evocaba- para unirse al fascinante tren de vida de Onassis antes que seguir ligada a un hombre como yo, chapado a la antigua y viejo”. Definía a éste como “un borracho brutal” y concluía con este rasgo de aquella mujer con la que había estado unido diez años hasta 1959: “Quería abrazar la vida, sentirla en su piel, pero esa fue su ruina”.