A lo largo de septiembre de 1821, se sublevaron las tripulaciones del O’Higgins, el Galvano y el Lautaro. Los marinos se rehusaban a llevar adelante sus tareas por falta de pago. El 17 de agosto, el gobierno del Perú había iniciado el reclutamiento de hombres para formar su Armada. San Martín personalmente envió a Spry y a Paroissien para tentar a los oficiales de la flota chilena: trece de los treinta oficiales de la escuadra aceptaron pasarse de bando (cinco de los siete capitanes y ocho de los veinticinco tenientes). Entre los que abandonaron la Armada de Chile, se encontraban seguidores de Cochrane, como Prunier y Forster. Al mismo escocés se le hizo una oferta para convertirse en el nuevo almirante de la flota peruana, pero declinó la invitación indignado.
Despechado, Sir Thomas proclamó que todos aquellos que habían abandonado la flota habían sido sobornados con dinero y propiedades, aunque no tomaba en cuenta el resentimiento creado por sus conductas paranoicas que, muchas veces, habían terminado en cortes marciales. Varios oficiales prefirieron irse antes de caer bajo la mira suspicaz del almirante o de terminar ejecutados como traidores. La escuadra ya estaba escindida después del conflicto entre Cochrane y Guise. Todos habían tomado partido, incluido el bravo Miller, quien pidió su transferencia al Ejército.
Al mismo tiempo que Canterac marchaba desde la sierra para atacar Lima, San Martín ordenó el traslado de los caudales del Tesoro y del dinero de particulares a la costa para embarcarlo en el Sacramento, buque anclado en la bahía de Ancón. Allí se guardaban las presas y también estaba atracado el HMS Superb para vigilar los intereses ingleses.
El 13 de septiembre, Paul Délano arribó a Ancón a cargo de la fragata Lautaro y pronto se enteró del tesoro que guardaba el Sacramento. Inmediatamente, le informó al almirante sobre la presencia de estos caudales.
A Cochrane se le abrían dos opciones: esperar el pago asegurado por San Martín, que ya había sido publicado en La Gazeta, o tomar el Sacramento y cobrar la deuda por la fuerza.
El escocés no dudó en tomar el camino más corto.
El 14 de septiembre a la noche, valiéndose del O’Higgins y del Valdivia capturó al Sacramento y todo el dinero del Tesoro. Se calculaba que este último transportaba $400.000 (£80.000), de los cuales $283.000 pertenecían al Estado, $40.000 eran propiedad privada y el resto pertenecía al Ejército. En pocas horas, su deuda estaba saldada. Como toda formalidad, el almirante extendió un recibo por la suma sustraída.
Cochrane le escribió a San Martín una misiva en la que explicaba la imperiosa necesidad de evitar un motín. La carta comenzaba: “Mi caro amigo —y continuaba en el tono más amable—, el mal de la necesidad es grande, pero un motín y la pérdida de los buques hubiese sido mil veces peor”. Al día siguiente, le envió otra nota, en la que señalaba que de no haber dado “este paso […] hubiera sido levantado el bloqueo”, con la consiguiente entrada de víveres que habría atrasado la caída del Callao. Para Cochrane, la toma del Sacramento era el mal menor.
Al enterarse del asunto, el general puso el grito en el cielo: “Este escocés es un codicioso que solo piensa en él… y está tratando de enfrentarme con O’Higgins”. Tomás Guido fue enviado para negociar, porque aún el Callao no había caído y era necesario el bloqueo. Ambos estuvieron de acuerdo en que se abonase lo adeudado a los marinos, que devolviese el dinero de los particulares (lo que concretó a la brevedad) y que el resto sería transferido a tierra pero, a último momento, Sir Thomas cambió de parecer y decidió distribuir $131.618 entre los oficiales y la tripulación. Envió $40.000 a Valparaíso y se guardó $111.382 para futuros gastos de la Armada chilena.[1]
“¿Por qué habiendo dinero no se había honrado la deuda con la Marina oportunamente? —le reclamó a San Martín—. ¿Piensa usted que su ejército hubiese servido con el entusiasmo que vi el otro día [se refiere al enfrentamiento en las puertas del Callao] de no haber sido pagados sus sueldos?”. Insistía que, de haberse amotinado la flota, sus tripulaciones se hubiesen dedicado a la piratería. Si esta insolvencia habría de repetirse en el futuro, era mejor ser previsor y tener el dinero a buen recaudo: “El honor del gobierno está comprometido… la necesidad carece de ley”.
¿Y qué mejor recaudo que tenerlo en su poder?
Por más que en una primera instancia le había dicho a Guido que no haría retiro de sus haberes, al final, el escocés transfirió $13.507 (£2700) al HMS Superb, destinados a su cuenta en Inglaterra.
Como corolario de este episodio, ordenó la captura de la Mercedes, una nave española que se había rendido a las autoridades peruanas: un nuevo agravio al gobierno del Perú, que alteraba la paz pública y que desmoralizaba a la población de Lima. Todo esto perturbaba el desarrollo de la campaña libertadora.
Tronando de furia, San Martín le ordenó que volviera con la escuadra a Chile, después de este acto que no dudó en llamar de piratería. También, le endilgó otras acusaciones: apoderamiento de propiedades de los llamados puertos intermedios, imposición de contribuciones indebidas, quebrantamiento del bloqueo para enriquecerse, otorgamiento de pasaportes por dinero, etc.
Cochrane obviamente no se quedó callado, ya que el Ejército también se había quedado con propiedades de los españoles. De los doce mil que habitaban la ciudad cuando se tomó Lima, había quedado un millar por la persecución promovida por Monteagudo. Bastaba ver el palacio en Jesús María en el que convivía el Protector amancebado con Rosita Campusano. ¿Cuánto dinero sumaban las propiedades incautadas?
Mientras las cartas, denuncias y acusaciones entre el general y el almirante iban y venían, el 19 de septiembre, La Mar entregaba el Callao.
El episodio de Ancón fue un escándalo del que ninguno salió bien parado. Por su parte, San Martín quedó en una situación complicada ante Chile y ante su amigo O’Higgins, quien trató de ocultar el asunto. Rápidamente se alzaron voces no bien intencionadas que decían que, en Ancón, el general estaba acumulando dinero para un “dorado retiro”, acusación que jamás se pudo comprobar pero que, por años, fue motivo de suspicacias y recriminaciones.
El apresuramiento de Cochrane por resolver el tema económico jugó en su contra porque, en Chile, el ministro Zenteno había aceptado la valuación del Esmeralda en $120.000 y otros $10.000 por el Aránzazu. Los peruanos, ofuscados por el incidente del Sacramento, rehusaron formular el pago y le entregaron una carta de crédito que no pudo efectivizarse. Tampoco le pagaron $50.000 de bonos ni otros compromisos por las presas capturadas.
Con esa pluma disruptiva que lo caracterizaba, el almirante puso en duda la voluntad del Perú de honrar lo que debía a la flota y, a su vez, se quejó a O’Higgins de la “aviesa” intención del Libertador de apoderarse de la escuadra que, en su opinión, lo convertía “en un enemigo de Chile más peligroso que los españoles”.
San Martín no guardó silencio: el tema lo tenía a mal traer. En cartas dirigidas a O’Higgins, enumeraba los crímenes de este “noble pirata… el hombre más perverso que existiera en la Tierra”. Sin embargo, el general no logró que Chile lo declarase proscripto porque, para la opinión pública, el escocés era un héroe que había defendido la integridad de la Armada chilena. “Yo hubiese hecho lo mismo en su lugar…”, se sinceró San Martín con O’Higgins. El episodio de Ancón fue, para muchos chilenos, un acto de justicia por mano propia.
En otra carta a O’Higgins, San Martín trató de contemporizar: “Todos tenemos la culpa de su conducta, y la logia en la mayor parte. No conviene sacarlo fuera de la ley porque entonces, asociándose a cualquier provincia independiente enarbolaría nueva insignia, uniría sus intereses a los comerciantes extranjeros y nos bloquearía los puertos”.
Esto no ocurrió ya que Cochrane, a pesar de las sospechas, honró su contrato con Chile.
Don Bernardo, consternado por la situación, le contestó al Protector: “En Chile se ha aprobado el uso de caudales para víveres y sueldos de los marinos. Las opiniones han avanzado más allá de la moderación y es conveniente obrar con disimulo”. Para entonces, el almirante era más popular que San Martín, estigmatizado por la muerte de los Carrera y Rodríguez.
[1]. Existen versiones encontradas: en la de Robert Harvey, Cochrane habría dejado $40.000 para el Ejército.
Extracto del libro El general y el almirante: Historia de la conflictiva relación entre José de San Martín y Thomas Cochrane de Omar López Mato (Olmo Ediciones).