“Venga, juntemos nuestros desencantos para ver sonriendo pasar la vida”, le escribió Sarmiento a Aurelia Vélez Sársfield. Enterada del frágil estado de salud del ex presidente, la escritora se embarcó en el “Olimpo”, rumbo a Asunción, donde el sanjuanino se había refugiado de los rigores del invierno porteño.
El clima del Paraguay despertó en Sarmiento su espíritu expansivo y emprendedor, más aun cuando se enteró de que volvería a ver a su Aurelia. Con ella había compartido los últimos años de su vida, unidos por una relación que era un secreto a voces en la sociedad porteña.
Ella lo amaba desde que lo conoció en su infancia en Montevideo, cuando el sanjuanino visitó a su padre, Dalmacio Vélez Sarsfield, por entonces enemistado con el régimen de Rosas. Aurelia tenía apenas 10 años y Sarmiento no reconoció la pasión en los ojos de esa niña. Ella sabía inglés, tocaba el piano, era una gran lectora y redactaba con elegancia.
Vaya uno a saber por qué razón, Aurelia se casó en 1853 con su primo, Pedro Ortiz Vélez.La historia tiene curiosos recovecos: Sarmiento se había hecho famoso relatando la vida y la muerte de Facundo Quiroga y fue el padre de Pedro quien compartió los momentos finales del caudillo riojano en Barranca Yaco.
El matrimonio con Pedro duró apenas ocho meses, y terminó en un sonado escándalo. Se dice que Pedro encontró a Aurelia en brazos de su secretario Cayetano Echenique, quien también era parte de la familia. A través de un espejo vio la traición. Arrebatado por los celos y la violencia, mató de un disparo al amigo desleal y dejó en la casa de sus padres a su esposa que transitaba los primeros meses de embarazo.
Ese escándalo puso en vilo a la ciudad, y los enemigos de Dalmacio Vélez Sarsfield aprovecharon la oportunidad para vengarse del endiablado abogado. El 6 de diciembre de 1853, Pedro Ortíz fue declarado demente, y por tal razón no cayó sobre él el peso de la ley.
No concluye ahí el drama, porque Juan María Gutiérrez le reprochó a Vélez Sarsfield haber autorizado la interrupción el embarazo de Aurelia, aunque más de una vez el letrado había condenado el aborto. Finalmente, Aurelia quedó al cuidado de su padre y se convirtió en su asistente.
En julio de 1855 Sarmiento y Aurelia se reencontraron. Él tenía 44 años y ella 19. Ya no era la niña que había conocido en Montevideo, deslumbrada por el genio brusco y esa vehemencia que haría célebre a Domingo. ¿Fue entonces cuando se convirtieron en amantes? Ella era esclava de su pasado y él aún estaba casado con Benita Martínez Pastoriza (otra complicada historia amorosa, porque en la vida del autor del Facundo, nada podía ser fácil).
No era el momento de hacer público este romance del hombre que habría de ser presidente de los argentinos con una mujer tan joven. Pero algo precipitó el desenlace de este drama de reminiscencias shakespearianas. ¿Acaso fue el mismo Sarmiento quien decidió que él y Benita vivieran en la misma cuadra que los Vélez? Benita pronto adivinó el romance, y sus celos se desataron. Sarmiento, que al principio negó, después admitió a medias y finalmente desafió a Benita, quien presionaba a Aurelia para que dejara en paz a su marido. Amiga de las esposas de Bartolomé Mitre y Nicolás Avellaneda, Benita hizo todo lo posible por desacreditar a Aurelia, que ya conocía el escarnio público.
Las cartas entre Aurelia y Sarmiento, a pesar de la calamitosa situación que vivían, no se interrumpieron. “He debido meditar mucho antes de responder a su sentida carta, como he necesitado tener el corazón a dos manos para que no ceda a sus impulsos- le escribió Sarmiento- No obedecerlo es decir adiós para siempre a los afectos tiernos y la última página de un libro que solo contiene dos historias interesantes. La que a usted se liga era la más fresca y es la última de mi vida. Desde hoy soy viejo…”
Desde 1864, después de haber sido nombrado gobernador de San Juan, continuó el vínculo con cartas que denunciaban el mutuo aprecio. La relación entre ambos conoció tiempos de intimidad y lejanía, pero este amor epistolar continuaría hasta la muerte de Sarmiento.
Aurelia siguió viviendo en casa de su padre, donde corregía la caligrafía endemoniada de don Dalmacio, enfrascado en la redacción del Código Civil y, a su vez, leía con pasión las cartas que Domingo le enviaba desde el exterior, donde describía las luces de Brooklyn, como una proyección del deslumbramiento por el progreso americano.
Fue Aurelia quien colaboró en la preparación la candidatura de Sarmiento a la presidencia, consagrado durante su viaje de ´regreso de los Estados Unidos. ¿Hubiese llegado a la primera magistratura el combativo sanjuanino sin la prosa medida de Aurelia y la vehemencia de Lucio Mansilla, amigo entrañable de Dominguito, muerto en Curupaytí? ¿Quién lo puede saber?
Durante su presidencia, pretendió mantener en secreto la relación con Aurelia. Sin embargo, las frecuentes visitas a la casa de los Vélez Sarsfield trascienden, a punto tal que es en este trayecto tantas veces recorrido, donde tratan de matar al presidente.
Muerto don Dalmacio, su madre y su hermana, Aurelia sale a conocer el mundo, y a describirlo en páginas que el mismo Sarmiento publica en “El Censor”. Al volver de Europa, ella recibió de él esa invitación a “compartir desencantos”, que se convertirán en los días más felices de un Sarmiento que sabe que le queda poco por vivir.
Ella debe partir, porque sabe que su amado también se está yendo y no quiere otra despedida. Solo deja el bouquet de flores que acompañarán al féretro del maestro.
Aurelia parte una vez más a Europa y, estando en París se entera de que, en los parques de Palermo, muy cerca de donde había vivido Rosas, frente al Olivo del Perdón donde Manuelita rogaba a su Tatita por la vida de los condenados, van a erigir un monumento a Sarmiento encargado al más célebre escultor de Europa, Auguste Rodín. El artista nos regaló a un prócer casi deforme. Todo Buenos Aires estaba indignado con la imagen de Sarmiento.
El día de su inauguración, las autoridades dispusieron una nutrida vigilancia policial. Temían manifestaciones y hasta agresiones del público, pero el homenaje transcurrió en paz.
Desde Europa, Aurelia escribe “Me alegra que lo recuerden, pero a mí no me va a gustar ver su figura tiesa, convertida en bronce. Porque ese hombre fue mi hombre. Yo lo abracé y lo besé. Apoyé mi cabeza sobre su pecho, y la sostuvo con sus manos grandes y fuertes… Dentro de algunos años, cuando ya no esté, él permanecerá allí, quieto, helado, pero nadie podrá recordar el calor de sus brazos…”
Aurelia Vélez falleció en Buenos Aires, el 6 de diciembre de 1924, a los 88 años.