Caso Watergate: el escándalo que derrotó a Nixon

“Cinco hombres, uno de los cuales afirma ser un antiguo empleado de la CIA, fueron detenidos ayer sábado a las 2.30 horas de la madrugada cuando intentaban llevar a cabo lo que las autoridades han descrito como un plan elaborado para espiar las oficinas del Comité Nacional del Partido Demócrata en Washington”.Esta noticia, sin más comentarios, se publicó el 18 de junio de 1972 en el diario The Washington Post de la capital estadounidense. Pocos lectores se fijaron en ella, pero cayó como una bomba a pocos metros de la redacción, en el Despacho Oval de un presidente, Richard Nixon, que sabía demasiado sobre el asunto. Arrancaba así el Caso Watergate, un escándalo que provocaría la única dimisión del primer mandatario de Estados Unidos en la historia. En menos de cuatro meses, en un dramático crescendo a ritmo de exclusiva, dos anónimos periodistas veinteañeros (Bob Woodward y Carl Bernstein) extendieron la alfombra de papel impreso que pisaría el líder máximo de los Estados Unidos al salir de la Casa Blanca por la puerta de atrás. Nixon abandonó la presidencia por su propio pie antes de que sus correligionarios del Partido Republicano se vieran obligados a sacrificarlo ante la evidencia de los clamorosos delitos cometidos por la primera autoridad de la nación.Esta es una crónica de la caída de Nixon a causa de las revelaciones de un diario, suceso que inauguró una nueva etapa en la historia de la política occidental: la era del periodismo de investigación como perseguidor implacable de la corrupción gubernamental. La investigación empezó cuando Bob Woodward, se acercó en pleno sábado 17 de junio a escuchar en directo una audiencia preliminar a cinco rateros, varios de ellos de Miami, detenidos in fraganti en las oficinas del Partido Demócrata en el edificio Watergate de la capital federal. Empezó a interesarse cuando escuchó que uno de ellos era consejero de seguridad de la CIA. Se llamaba James W. McCord Jr. También le llamó la atención que otro de los arrestados dijese que todos eran ‘anticomunistas’ de profesión. En la noticia que se publicó al día siguiente, domingo, la firma de Woodward solo aparecía al final de la noticia, como la de otro reportero, Carl Bernstein, que había participado en la obtención de datos.Ambos eran jóvenes y buscaban las mieles del éxito y la campaña a las elecciones presidenciales estaba a punto de comenzar. Cuando supieron que McCord era el coordinador de seguridad del Comité para la Reelección del Presidente en la campaña se dedicaron a estirar del hilo y descubrieron que había conexiones entre el detenido y personajes muy cercanos a Nixon que solían resolverle los problemas más desagradables. Eran sus fontaneros o, como luego se los conocería, los hombres del presidente. El 22 de junio, Richard Nixon ya echó balones fuera sobre “ese particular incidente” en una rueda de prensa. Entre bambalinas estaba ya intentando comprar el silencio de los detenidos con el pago de grandes cantidades. El 1 de julio, el jefe de la campaña de Nixon, John Mitchell, dimitió “ante la insistencia de su esposa”. Para entonces, Bernstein ya estaba investigando la conexión Miami de los detenidos y encontró que parte del dinero que la Policía les había decomisado procedía de donaciones para la relección del presidente republicano, cuyo reparto había supervisado y bendecido el dimitido Mitchell.

Los reporteros Bob Woodward, y Carl Bernstein, ganadores del Premio Pulitzer Prize, en la redacción de Tehe Washington Post, 7 de mayo de , 1973.

Para avanzar en sus pesquisas, cada noche, tras el cierre del periódico, Bernstein y Woodward se dedicaban a visitar en sus casas a los empleados del Comité para la Reelección del Presidente intentando sacarles información a puerta fría. Dos de ellos, una contable y un responsable de controlar las finanzas, éticamente preocupados por la dimensión que había alcanzado el uso ilegal de fondos en la campaña, les revelarían datos decisivos.Pero la fuente de información más decisiva fue la que durante más de 35 años Bob Woodward guardó en el anonimato, un personaje al que enmascaró con el nombre de Garganta Profunda, apodo que aludía a la primera película pornográfica que pudo estrenarse en Estados Unidos, gracias curiosamente al permiso del propio Nixon.Garganta Profunda ocupaba “un puesto muy sensible en la Administración” y la relación que mantenía con Woodward era de lo más secretista. Se intercambiaban señales para reunirse, tales como plantar una bandera roja en un balcón, y se encontraban de madrugada en un parquing de Washington. Garganta Profunda no revelaba nueva información pero sí validaba los datos que requerían comprobación y, quizás lo más importante, orientaba a los periodistas sobre hacia dónde tenían que encaminar sus pesquisas. Él le explicaría la agresiva estrategia de la Casa Blanca para espiar a sus rivales políticos, a reporteros y a cualquiera que consideraran desleal.El 29 de septiembre Bernstein y Woodward publicaban una de las noticias más decisivas: afirmaban tajantemente que el dimitido Mitchell había controlado un fondo secreto para investigar a los demócratas. Bernstein había llamado la noche anterior al propio Mitchell para leerle lo que iba a publicar y este le contestó: ‘¿Piensas publicar esa mierda? Lo niego todo. ¡Jesús! ¡Katie Graham! [la propietaria del Washington Post] va a pillarse las tetas en una máquina de escurrir si se publica!‘ El director del periódico, Ben Bradlee, dio permiso para publicar la frase exceptuando la alusión a los senos de la propietaria. Nixon se sentía acosado por el Washington Post y su reacción fue poner todo el poder del Ejecutivo -como su capacidad de conceder y renovar frecuencias de radio y televisión- en contra de los intereses de la propietaria. Las acciones de la compañía llegaron a caer un 25%. Era una manera de intentar frenar por arriba las investigaciones. ‘Yo me sentía asediada’ confesaría después Katherine Graham, que además estaba sorprendida de que ningún otro diario investigara. ‘Si la noticia era tan importante, ¿dónde estaban todos los demás?’, escribiría en sus memorias.A principios de noviembre, Nixon ganó de manera irrefutable las elecciones presidenciales, sin que el escándalo afectase a su resultado. Pero, a pesar de lo que eso suponía para el Washington Post y su propietaria, tanto Graham como el director Bradlee decidieron seguir publicando. No existían refutaciones a los hechos narrados, y decidieron mantenerse en la línea marcada.En enero de 1973, el juicio a los asaltantes del Watergate se saldó con una amplia lista de condenas, incluida la de James W. McCord. Este ex agente de la CIA transformado en jefe de espías republicano volvió a ser clave cuando, en marzo, envió una carta al juez afirmando que había cometido perjurio, que los acusados habían recibido presiones para declararse culpables y callar, que había altos personajes implicados y que ‘varios miembros de mi familia temen por mi vida si revelo todo lo que sé sobre este asunto’. La carta marcó un giro en la cobertura del caso y, como diría Katharine Graham, ‘toda la prensa apareció en masa, levantando literalmente las alfombras en busca de pistas. El Post ya no estaba solo‘.El Senado inició una comisión de investigación y, ante la presión irresistible, Nixon se vio obligado a reaccionar ordenando sus propias ‘investigaciones’ con las que forzó a dimitir a cuatro de los principales hombres del presidente. Entre ellos estaba John W. Dean III quien, ante la perspectiva de acabar como chivo expiatorio, se decidió a tirar de la manta y dio información decisiva a Bernstein y Woodward. Los reporteros publicaron en exclusiva que Dean reconoció en el Senado haber discutido al menos 35 veces con Nixon -o en presencia de Nixon- medidas secretas para frenar las investigaciones del Watergate, tales como pagos secretos a los acusados para comprar su silencio. Otro ayudante de Nixon desveló más tarde que este grababa las conversaciones que mantenía en el Despacho Oval con un magnetófono oculto, algo que ignoraban los miembros del Gobierno, incluido el propio Henry Kissinger, secretario de Estado.Ante estas revelaciones, Nixon contestó desde un paradójico escenario: durante una visita a Disneylandia afirmó lacónicamente: ‘No soy un bribón’.Un año después, en julio de 1974, el Tribunal Supremo ordenó al presidente entregar las cintas secretas para utilizarlas en el juicio del Watergate contra sus hombres. Los jueces resolvieron el debate con una histórica votación de ocho a cero contra los argumentos del presidente. A partir de ahí, perdió el apoyo de sus propios correligionarios del Partido Republicano, que estaban dispuestos a votar a favor de una solicitud del Congreso de los Estados Unidos para iniciar un proceso de impeachment (‘destitución’) del presidente, como el que en 1997 sufriría Bill Clinton por el caso Lewinsky.El 8 de agosto, Richard Nixon anunciaba su dimisión, aunque reconocía que dejar el despacho ‘es algo que aborrecen todos los instintos de mi cuerpo. Sin embargo, como presidente, debo anteponer los intereses de América‘.Woodward, Bernstein y el director Bradlee mantuvieron la identidad de Garganta Profunda en el anonimato durante décadas, cumpliendo su compromiso profesional de no revelar las fuentes. En 2005, 33 años después del inicio del caso, la familia de Garganta Profunda, que se encontraba muy enfermo, daría a conocer su identidad a la revista Vanity Fair: se trataba del agente del FBI Mark Felt, que en la época de Nixon ocupaba el puesto de director asociado de la poderosa agencia de investigación. Murió el 18 de diciembre de 2008. Las lecciones del Watergate son muchas, pero no todas bien aprendidas. Ben Bradlee, el jefe de Bernstein y Woodward, hombre que resistió las más fuertes presiones para parar la investigación, se lamentaba en sus memorias de que ‘para los políticos que llegaron a Washington tras el Watergate, la lección que habían aprendido se reducía a una sola idea: ‘Que no te agarren”.

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