Cámpora al gobierno, Perón al poder

Juan Domingo Perón se había desecho de su leal interlocutor de años, Jorge Daniel Paladino, por una cuestión de faldas (aunque argumentasen que había adoptado una postura demasiado dialoguista con los militares). Para que lo representase en los tormentosos años que se avecinaban eligió, entre sus muchos seguidores, a Héctor José Cámpora, un dentista que había sido diputado durante su gobierno, bastante allegado a Juancito Duarte (tal era así que mientras estuvo preso, le habían mostrado la cabeza de su amigo para que le explicara al capitán Gandhi el oscuro origen del orificio de bala que puso fin a sus días).

Influenciable, lábil y de obsecuencia legendaria (“…la hora que usted quiera, mi general…”) el Tío, como le decían cariñosamente al odontólogo, podía servir de puente al nexo que se labraba entre la izquierda y el peronismo ortodoxo. En la tranquilidad de Puerta de Hierro, el general se había puesto al día con la literatura de moda. Eran los años del Mayo Francés, del “Prohibido Prohibir”, de aquellos en los que, si no leías a Marcuse, Althusser y Sartre eras un dinosaurio, y el general había actualizado su discurso para seducir a los futuros jóvenes imberbes de la amplitud de miras de un movimiento que alojaba un extenso espectro político, desde conservadores como Solano Lima, sindicalistas como Rucci (a Vandor ya lo habían asesinado) y este maleable odontólogo, receptivo a los reclamos de la juventud más radicalizada.

Fue el muy joven Juan Manuel Abal Medina quien dio el visto bueno al odontólogo para la presidencia, aunque su candidatura se mantuvo en secreto, para no alertar a la franja más ortodoxa del movimiento, que aceptó la designación del nuevo delegado de Perón, después de una generosa dosis de chofitol.

Al frente de esta Armada de Brancaleone, Perón pensaba enfrentar el desafío del general Lanusse y mostrar que a él le daba el cuero.

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MUY COMPLACIENTE

Si bien Cámpora le fue leal (como consignaban los cantos populares: “Cámpora al gobierno, Perón al poder”), el problema radicó en que el Tío fue muy complaciente con los grupos de izquierda, que desbordaron su entorno en busca del poder que querían arrebatarle al león herbívoro.

Mientras Cámpora juraba ante un impertérrito general Lanusse, que soportaba con estoicismo su derrota frente a invitados como Salvador Allende y Osvaldo Dorticós Torrado de Cuba, la tragedia se tramaba a sus espaldas. Terminado el acto, Cámpora anunció el proyecto de ley de indulto a los presos políticos, pero el anuncio precipitó una espontánea marcha hacia la cárcel de Devoto, donde flameaban las banderas del ERP y Montoneros. En pocos minutos se desató el caos en los pasillos de la prisión asediada por una multitud que clamaba por la libertad de los guerrilleros, al grito de: “¡Aquí están, éstos son, los muchachos de Perón!”.

El novel presidente cedió ante la insistencia del entorno y cuando aún no se había secado la tinta del acta de asunción a la presidencia, firmó el indulto de 500 presos políticos.

La vorágine de esta liberación hizo que fuesen muchos más los liberados, entre ellos peligrosos delincuentes, como Francois Chiappe.

El entusiasmo emancipador se expandió a fábricas y facultades, que fueron tomadas por distintos grupos, que generalmente respondían a la Orga, como se denominaban los grupos de la izquierda peronista.

BAÑO DE SANGRE

La Primavera Camporista solo duró 49 días, hasta la vuelta de Perón, que culminó con el enfrentamiento entre la izquierda y la derecha del peronismo. La Orga contra la burocracia sindical, los Montos contra la AAA, y los muertos de Ezeiza, con las súplicas de Leonardo Favio para calmar los ánimos.

Fue Rucci, el sindicalista más cercano a Perón, quien por años había visitado a su líder en Puerta de Hierro, acercándole al León unos dólares, que sus afiliados juntaban para que nada le faltase, quien expresó la preocupación por la violencia desatada.

“Perón se fue del país para evitar un baño de sangre y fíjense como se escribe la historia: tiene que volver al país para evitar un baño de sangre”.

La presencia de Perón no fue suficiente para calmar los ánimos y el mismo Rucci fue asesinado por miembros de la izquierda justicialista, arrojando un cadáver agujereado por las balas, a los pies del general. Era un desafío abierto a su conducción. Perón estaba consternado ante esta pérdida, que le había “cortado las patas” (sic).

De allí en más, se desató una guerra retaliatoria, cuyo final todos conocemos.

 

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