“La muerte del lobo”, de Alfred de Vigny
I
Las nubes deslizándose por la luna inflamada,
igual que en el incendio se ve escaparse el humo,
ennegrecían los bosques por todo el horizonte.
—Sin hablar caminábamos sobre la húmeda hierba,
por el espeso brezo y por la alta maleza,
cuando, bajo unos pinos como los de las landas,
pudimos percibir marcas de grandes uñas
de los lobos errantes que habíamos acosado.
Oímos con atención, conteniendo el aliento
y el paso suspendido. —La llanura ni el bosque
lanzaban un suspiro por los aires; tan sólo
la veleta de luto gritaba al firmamento.
Pues del viento, elevado por encima del suelo,
sólo sobresalían las torres solitarias,
y los robles de abajo, en la roca apoyados,
en sus ramas mostrábanse dormidos y acostados.
—Nada se oía, cuando, bajando la cabeza,
el cazador más viejo de los de la partida
ha observado la arena, esperando, en cuclillas,
que una estrella arrojara su luz sobre nosotros;
luego, quedo, ha jurado que estas marcas recientes
anunciaban el paso y las garras poderosas
de dos enormes lobos y de sus dos lobeznos.
—Preparamos entonces todos nuestros cuchillos,
y ocultando las armas y sus blancos destellos,
íbamos, paso a paso, apartando las ramas.
Tres se paran y yo, buscando lo que veían,
percibo de repente dos ojos que llameaban,
y veo más allá unas formas ligeras
danzar bajo la luna en medio de los brezos
como hacen, cada día, con un gran alborozo,
los lebreles alegres al regreso del dueño.
El aspecto era igual, como también la danza;
mas las crías del Lobo jugaban en silencio,
sabiendo que a dos pasos, durmiendo sólo a medias,
habita tras sus muros el hombre, su enemigo.
El padre de pie estaba más lejos, contra un árbol,
su Loba reposaba como aquella de mármol
que honraban los romanos, cuyos flancos velludos
nutrían a los gemelos llamados Remo y Rómulo.
—Llega el Lobo y se sienta, las dos patas erguidas,
con sus garras punzantes hundidas en la arena.
Se ha sentido perdido, pues lo habían sorprendido,
cortado su repliegue y tomadas sus sendas;
entonces atenaza con sus ardientes fauces,
del perro más osado la jadeante garganta,
y no afloja por nada sus mandíbulas férreas,
pese a nuestros disparos que se hundían en su cuerpo
y de nuestros cuchillos que, al igual que tenazas,
se cruzaban hundiéndose en sus vastas entrañas,
hasta el postrer momento en que el perro, ya ahogado,
muerto mucho antes que él, rueda bajo sus patas.
Lo suelta el Lobo entonces y luego nos contempla.
Los cuchillos, del flanco hasta la empuñadura,
lo clavan a la hierba bañada con su sangre;
las armas lo cercaban como cruel media luna.
II
He apoyado la frente en mi fusil sin pólvora,
meditando si luego, sin poder decidirme,
perseguir a su Loba, que, junto a sus dos vástagos,
quisieron esperarlo y, yo así al menos lo creo,
de no estar sus cachorros, la hermosa y triste viuda
lo habría acompañado a sufrir la gran prueba,
mas era su deber salvarlos, para así
poderles enseñar a soportar el hambre,
a no inmiscuirse nunca en el concierto urbano
que el hombre ha realizado con las bestias serviles
que cazan junto a él, para tener cobijo,
ellos que eran los dueños del bosque y de la roca.
III
¡Ay!, pensé, ¡a pesar de este pomposo nombre de Hombres,
siento una gran vergüenza de que seamos tan débiles!
¡Pues, para abandonar la vida con sus males,
vosotros sabéis cómo, sublimes animales!
¡Al ver lo que antes erais y lo que os han dejado,
sólo importa el silencio: todo el resto es quebranto!
—¡Ah!, ¡qué bien te he entendido, indomable viajero,
y tu última mirada me ha llegado hasta el alma!
Me decía: «Si puedes, haz que tu alma consiga,
a fuerza de ser firme en reflexión y estudio,
llegar a este alto grado de estoico desdén
en que, aquí naciendo, yo llegué a lo más alto.
Gemir, llorar, rogar, es cobarde igualmente.
—Con energía realiza tu arduo y duro trabajo
en la vía en que la Suerte ha querido llamarte,
luego, igual que hago yo, sufre y muere en silencio.»