Quien no soñó en vivir las aventuras de este joven investigador (que se decía reportero), que recorre el mundo, por lugares exóticos, superando la adversidad y combatiendo villanos, asistido por su leal y astuto Milou y la compañía de un marinero mercante, cabeza dura y alcohólico, como el Capitán Haddock.
Era Tintín la aspiración máxima del boyscoutismo, siempre dispuesto a asistir al prójimo y combatir el mal como había propuesto Robert Baden Powell, el artista y militar británico, cuyo epitafio es el resumen de sus deseos, “dejad a las generaciones siguientes un mundo mejor”. Sin embargo, esta institución que fomentaba el altruismo (con ciertas reminiscencias masónicas) no siempre fue vista con buenos ojos, ya que de forma tangencial promovía la militarización de la sociedad, y permitía el adoctrinamiento de jóvenes precozmente para una guerra. La Iglesia católica de Chile llegó a prohibir el scoutismo en ese país, aunque prontamente la Iglesia se percató que con pocas modificaciones se podía integrar a estos jóvenes a la ideología cristiana.
Georges Prosper Remi (Hergé) fue un testigo presencial de tal cambio, ya que él mismo pasó por el scoutismo no confesional, al de la Federación de Boy Scouts Católicos.
Si bien Remi recordaría este cambio como una traición, el scoutismo impregna la historia de Tintín, y también de Hergé, cuyos primeros trabajos se publicaron en Le Boy Scout Belge.
Su primera historieta no era ajena a una posición política, se llamó “Tintín en el país de los Soviets”, donde el reportero denuncia al sistema stalinista.
La recepción de este número (en blanco y negro, de edición limitada) fue apoteótica, circunstancia que le ganó la fama al dibujante y lo estimuló para crear la próxima aventura de “Tintín en el Congo”, donde el protagonista caza elefantes para apoderarse de sus marfiles (un acto que le costó el Reino a Juan Carlos de España, un siglo más tarde) y tiene trato con gente de color, que raya en el racismo al presentarlos como niños simpáticos e ingenuos. Aunque hace alusiones anticolonialistas ya que las políticas de Bélgica y Leopoldo II en el Congo habían sido lindantes con lo aberrante.
En “Tintín en América”, Remi recuerda lo aprendido en sus años de Scout (Baden Powell había conocido en Sudáfrica al explorador norteamericano Frederick Russell Burnham, quien le enseñó algunas tretas indias) y retrata con más benevolencia a los aborígenes americanos cuando son desplazados a punta de bayoneta para dejar sus tierras por la explotación petrolera, una no tan velada crítica al capitalismo. En cambio, “El loto azul”, es una dura crítica al imperialismo japonés que avasalló a China. En parte, esta visión se debe a la amistad que Hergé trabó con el estudiante Zhang Chongren.
En “La oreja rota”, Tintín viaja a Latinoamérica, al imaginario país de San Teodoro, una síntesis de los cliches que entonces se tenía sobre los países de Sud América, con su violencia (entonces se peleaba la guerra del Chaco paraguayo), las revoluciones y las dictaduras militares, encarnadas en el general Alcazar.
Durante la ocupación nazi, Hergé continuó trabajando en el periódico “Le Soir”, de claras tendencias fascistas.
Esta fue la época más prolífica del autor, quizás por el escapismo que implicaba viajar a lugares ajenos al conflicto. Hergé se cuidaba de no hacer alusiones a las diferencias políticas, aunque éstas se infiltraran sutilmente. El malvado es un judío norteamericano, que tenía una estrella misteriosa, llamado Blumenstein (en versiones posteriores de la guerra, se llamaría Bohlwinkel), los científicos de la expedición pertenecen al Eje, y el barco enemigo lleva bandera norteamericana.
En “El cangrejo de las pinzas de oro”, aparece el capitán Haddock, alcohólico como ya hemos dicho, y fumador, a diferencia de Tintín, cuyo “virtuosismo” era parte de la doctrina del Führer.
En “El cetro de Ottokar”, Bordura, un país ficticio, que intenta anexionar al Reino de Syldavia, con la ayuda de un caballero llamado Musstier (Mussolini + Hitler) en tiempo del Anschluss, la unión de Austria y Alemania.
Por este material Hergé fue cuatro veces interrogado por los aliados, ya que era sospechoso de ser colaboracionista.
“Las siete bolas de Cristal” de 1946, fue tan exitosa, que Hergé pudo reencausar su vida lejos de presiones legales. Europa debía reconstruirse y a estos pecados era menester olvidarlos, más cuando el Oso Soviético amenazaba la frágil paz que volaba sobre Europa. Justamente, en “El asunto tornasol” vuelve la rivalidad entre Syldavia y Bordura para obtener los planos de una poderosa arma, tal como se vivía la Guerra Fría y la carrera espacial.
“Tintín en el Tibet” reconoce un antecedente en la expedición del Anherbehe a dicha región. Si bien se exalta a los Lamas y su cultura, la obra preferida de su creador, tuvo sus problemas cuando fue editada en China, ya que pasó a llamarse “Tintín en el Tibet chino”. Tras una polémica con los herederos del creador, pudo recuperar su nombre original.
Hergé era, como todos nosotros, un hombre de su tiempo, emergente de una realidad conflictiva de la era colonialista, el período interbélico, la Segunda Guerra Mundial y la Guerra Fría.
Hergé asumió posiciones que eran la regla en esos períodos y que no necesariamente consideraban su evolución a extremismos, sino que parecían (para algunos) la solución a los problemas del mundo y Europa.
En 1973 Hergé declaró que para muchos la democracia se había mostrado decepcionante en el período interbélico y que el Nuevo Orden generaba nuevas esperanzas. “Mi ingenuidad”, dijo “rozaba la necedad e incluso, la estupidez”.
En la década del ’50 entró en una crisis personal que lo llevó al divorcio. Preso de la ansiedad, consultó a un psicoanalista que le recomendó abandonar a este personaje que parecía sacarle las fuerzas. Remi no le hizo caso y publicó “Tintín en el Tibet” -su historia más auto referente-.
Más allá de la política, que requiere una lectura detallada y unos conocimientos de la cronología para comprender el contexto, Hergé fue el emergente popular de la cultura francesa, cosmopolita y abierta al mundo.
Su prestigio fue tal, que el general De Gaulle le confesó a su ministro, Malraux, “En el fondo, mi único rival internacional es Tintín”.