“¿Quién dijo miedo?” Los últimos días de Florencio Sánchez

En Argentina publicó “La gente honesta”, que escandalizó a cierto grupo allegado al poder. La obra no llegó a estrenarse por prohibición policial. Las fuerzas del orden llegaron a apalear al autor en la calle, el mismo día del estreno. La noticia sobre la censura y el castigo sufrido, le acarreó un súbito prestigio, que hizo que sus libros se vendiesen como pan caliente. Sin embargo, una nueva disposición prohibió sus ventas. Florencio Sánchez, un hombre hecho a la adversidad, pasó hambre, vivió en una vivienda precaria, pero continuó trabajando en diarios anarquistas clandestinos. Fue entonces que escribió la que sería su obra cumbre: “M’ hijo el dotor”.

Curiosamente, su militancia no fue un obstáculo para ingresar a la oficina de identificación antropométrica de la policía de La Plata, donde Juan Vucetich perfeccionaba la técnica de huellas dactilares. Esta experiencia laboral no llegó a inspirar descendencia escénica.

Sánchez volvió a Montevideo aclamado por el reconocimiento de sus obras. A pesar del éxito, pasaba momentos de apremio económico debido a algunos emprendimientos frustrados, ya que muchas compañías teatrales no reconocían el pago de sus derechos de autor. Por una disputa sobre la representación de “Nuestros Hijos”, Florencio debió pasar una noche en el calabozo.

El 2 de mayo de 1908 Florencio no podía saber que estaba estrenando la que sería su última obra “Un buen negocio”, aunque no pudo asistir a la cita, porque estaba con unos obreros que habían sido reprimidos durante el Día del Trabajador. En el periódico “La Protesta Humana”, volcaba sus opiniones, mientras esperaba la ley que le otorgara una pensión de 200 pesos para realizar su sueño de viajar a Europa. Florencio estaba dispuesto a concretar este viaje con o sin el apoyo del gobierno. Ansioso por la demora y para sobrevivir, debió vender los derechos de las pocas obras que aún obraban en su haber.

En abril de 1908 el proyecto de reconocimiento a su labor literaria fue votada con el respaldo de legisladores que compartían sus inquietudes literarias, como Ismael Cortinas Peláez, Rodríguez Larreta, y José Enrique Rodó. Hasta el mismo presidente Claudio Williman le prometió obtener los medios para este viaje y así poder trabajar en sus proyectos. El anuncio de la concreción del viaje recién se dio en 1909. ¡Por fin se cumplía su sueño! Los homenajes y banquetes se sucedieron para despedir a un abrumado Florencio. “Ahora que tengo para comer, me dan banquetes”, exclamó con ironía.

El 25 de septiembre de 1909 partió en el buque “Principe Di Udine” hacia el viejo mundo, con escaso equipaje. Nada fue como lo había planeado. Apenas a los 30 días de haber partido ya se quejaba de su deteriorada salud, “con ganas de dejarme vivir”. Cada esputo de sangre lo dejaba compungido, desanimado. Este viaje hacia la celebridad resultó ser un camino hacia la muerte.

Sin embargo, la peleó, como siempre lo había hecho. Vivió esos días con intensidad. “He sido un poco Morgan y un poco apache…ruidoso “rasta” porteño, y tan pronto Don Juan”. Trató de interesar a directores y actores en sus obras, conoció artistas y diplomáticos. Volvió a encontrar a Eduardo Acevedo Díaz, por entonces embajador de Uruguay en Roma, y hasta frecuentó al expresidente Batlle y Ordóñez, quien lo trató con amistosa deferencia. No obstante, todo parecía ser en vano, porque su salud continuó deteriorándose.

El 28 de octubre un médico italiano le informó que sus pulmones estaban destruidos, que debía internarse en un sanatorio suizo, que estaba fuera del alcance de su magra economía. El cantante rosarino Santiago Devic, un joven que había conocido apenas pocos días antes, lo acompañó por una peregrinación de sanatorios y hospedajes, donde era sistemáticamente rechazado al ver su estado lamentable. Al final fue aceptado en un hospital de caridad en Milán. Desde allí le escribía cartas a su esposa, Catalina Raventós, “Catita”, que lo esperaba en Buenos Aires, y a la que le prometía un pronto retorno, impedido de contarle la verdad (quizás, íntimamente esperanzado, o más probablemente dolido de dar un último adiós).

En ningún momento flaqueó en sus creencias, y por más que intentaban convertirlo a cada instante, Florencio Sánchez jamás cedió ante la tentación de la salvación eterna, porque Florencio no tenía nada de qué arrepentirse. Sus últimas palabras las pronunció la madrugada del 7 de noviembre de 1910: “¿Quién dijo miedo, Devic?”, alcanzó a escuchar su novel amigo, antes de cerrar para siempre sus ojos.

La tuberculosis que lo asoló los últimos momentos de su vida, también impidió que sus restos fuesen trasladados inmediatamente a Montevideo. Recién llegaron el 21 de enero de 1921 para ser velados en el Teatro Solís ante una multitud de admiradores. Sus cenizas fueron depositadas en el Panteón Nacional.

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La obra de Florencio Sánchez fue una pintura del costumbrismo rioplatense, una observación aguda de las familias, sus esperanzas cifradas en los hijos (que él no tuvo), en el hijo doctor, en las estrecheces de los canillitas (a quienes regaló otras de sus obras más logradas), en la gente honesta –y la que no lo era –, la moneda falsa, el conventillo, el desalojo, el pichuleo, la barranca abajo y el buen negocio que no conoció.

Florencio Sánchez fue cultor del verismo y una cruda objetividad, vigorosa, trágica y, también, cómica y aguda crítica social que recorrió toda la gama de la emotividad, desde el horror a la ternura, desde el miedo a la decepción. Su obra transmite un soplo de amor a la humanidad, aunque cruzadas de “olas sombrías”, como dijo Emilio Frugoni.

La fugacidad de su vida fue rica en obras que conmovieron y aun conmueven a multitudes, sin pretensiones, pero sin concesiones.

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