El gobierno de Isabel estuvo signado por estos conflictos que no mermaron la libido de la Reina, buscando nuevos amantes como el general Serrano (llamado por Isabel “el general bonito”), quien decidió que España ya había tenido demasiado de la “real” ineptitud y la derrocó, obligándola a un dorado exilio en París (gracias a los millones de libras esterlinas que su padre había atesorado en su cuenta personal en Londres).
Los españoles no tuvieron mejor idea que buscar otro monarca europeo y encontraron disponible para el trono a Amadeo de Saboya, duque de Aosta, hijo de Víctor Manuel II de España.
Amadeo se había casado con la princesa de La Cisterna, María Victoria del Pozzo, rica heredera a la que amaba, aunque no por eso dejaba de sustraerse de los placeres mundanos. Estos excesos obligaron a la princesa a dirigirse al Rey para que pusiese freno a la carrera galante de su hijo. Vittorio Emanuele, quizás por falta de convicciones sobre la lealtad conyugal, se excusó de reprocharle las infidelidades de su hijo.
Desde un inicio su figura fue discutida, su acceso a la corona estuvo lejos de un consenso por unanimidad. Muchos españoles veían con malos ojos que fuese el hijo de un monarca que había clausurado a los Estados Pontificios poniendo en jaque al Vaticano.
Mientras Amadeo viajaba a España, el general Prim, uno de los impulsores de su elección, moría por las heridas sufridas en un atentado. La inestabilidad política española sería la única constante de su reinado, inestabilidad que se tradujo en un atentado del que, afortunadamente, salieron ilesos tanto Amadeo como la Reina.
A pesar de cierta popularidad que le dio su valiente reacción durante el atentado, la situación política no mejoró, cosa que lo llevó a decir que el país que lo había adoptado era “una jaula de locos”. El estallido de una nueva guerra carlista y el recrudecimiento de la guerra de Independencia en Cuba obraron como disparador del descontento popular. Apenas dos años después de su arribo otra revuelta militar amenazó el trono. Amadeo se enteró que había sido “despedido” mientras ordenaba la comida en el Café de Fornos. Sin hacer muchos comentarios, quizás sintiéndose liberado de la pesada carga impuesta escribió su renuncia al Consejo de ministros, donde pretende poner término “a las sangrientas y estériles luchas” que cercenaban al pueblo español, desprendiéndose de la corona de una nación “tan noble como desgraciada, del que no llevo otro pesar que el de no haberle procurado el bien que mi leal corazón apetecía”.
Aceptada su división esa tarde se declaró la Primera República y el exrey, disgustado, partió primero a Portugal y después a Italia, donde no volvió a ejercer función ejecutiva alguna.
Al morir, su amigo Puccini compuso el cuarteto de cuerda Crisantemi, quizás el recuerdo más perdurable de este italiano que fue rey de España.