José Guillén Cabañero, catedrático de Salamanca, en 2014 publicó una nueva edición de las 14 ‘Filípicas’ de Cicerón, en las que denuncia el intento de Marco Antonio de instaurar una dictadura en Roma. Son llamadas así en honor a las que pronunció Demóstenes contra Filipo de Macedonia, el padre de Alejandro. Estamos ante la última obra notable de Cicerón que, con 63 años, sabía que se jugaba la vida al defender la libertad y los valores de la República romana contra Marco Antonio, que estaba actuando como un dictador tras la sucesión del asesinado Julio César.
Cicerón pronunció en el Senado y editó esos discursos en un momento crítico y ello le costó la vida. ‘El Arpinate’, así llamado por haber nacido en Arpino en el año 106 antes de Cristo, halló la muerte cuando intentaba salir de Roma, en diciembre del año 43. Su nombre encabezaba la lista negra del nuevo triunvirato formado por Octaviano, Marco Antonio y Lépido. Cicerón fue decapitado y su cabeza y sus manos se expusieron en público, como castigo ejemplar.
La historia es narrada de forma didáctica y minuciosa por el profesor Guillén Cabañero. Hay que situarse en los años finales de la República romana (un régimen caracterizado por sus colonias y su poderío militar), donde las leyes y los cargos venían del pueblo y del Senado. De ahí el célebre Senatus Populus Que Romanus, SPQR, que conservaron las insignias del Imperio.
¿Se pueden proclamar las libertades de la República y al tiempo erigirse como un rey autócrata o un déspota, al estilo de las monarquías del Oriente helenístico, que aquellos romanos conocían tan bien? ¿Se puede invocar la legitimidad del pueblo y a la vez imponerse a su voluntad con métodos dictatoriales? ¿Es lícito recurrir al pan y circo para distraer a ese pueblo e ignorar su opinión?
Ese era el dilema del momento: el gobierno del pueblo a través del Senado o un populismo autoritario que gobierna para el pueblo sin el pueblo. Los leales al modelo tradicional (Cicerón entre ellos, notable como abogado, escritor, sabio y cónsul) eran los republicanos. Frente a ellos, estaban los que defendían la tiranía y el surgimiento solapado de un Imperio. Eran los cesaristas, encabezados por Marco Antonio, que reivindicaban el legado del general asesinado, Cayo Julio César. Su muerte desencadenó un cruento conflicto y una abierta lucha de poder. El general, político y escritor nos cuenta en sus cartas que apreciaba y se llevaba bien con Cicerón cuando hablaban de literatura y filosofía, pero que mantenían una profunda discrepancia política.
En la guerra civil entre César y Pompeyo -cuando se deshace el primer triunvirato- , Cicerón había estado del lado de Pompeyo, servidor de la República, y contra César que aspiraba a coronarse como rey. Dice la leyenda que, siendo amante y protector de la reina Cleopatra y estando en Alejandría, a César le ofrecieron la cabeza de Pompeyo, su ya caído enemigo tras la aplastante derrota en la batalla de Farsalia.
Tras imponerse a su rival Pompeyo, parecía inevitable que César lograra acabar con el Senado para hacerse dictador, rey o monarca de un futuro imperio. Pero unos conjurados (amigos de Cicerón, pero a los que éste reprochará su falta de planes, su precipitación) asesinan a César, a puñaladas en el mismo Senado. Ello sucede poco después de que Marco Antonio le hubiera ofrecido en público una corona real a su jefe.
Bruto y Casio son los principales conjurados y cuando acuchillan a César gritan: “¡Cicerón, Cicerón!”, como si éste fuera -y en cierto modo lo es- el mentor intelectual de los hechos. Adelantándose a Maquiavelo, Cicerón llegará pensar que los cesaricidas tendrían que haber acabado también con Marco Antonio, que estaba presente y tenía miedo. Pero no lo hicieron. Al contrario, tal vez asustados por el magnicidio, Bruto y Casio corrieron a esconderse y ver qué pasaba. No habían previsto las consecuencias del crimen y ese fue el mayor error de su cobardía.
Bruto era hijo adoptivo de César (de ahí que César exclamara, al morir, “¿Tú también, hijo mío?”) y a la vez hijo de la noble Servilia, amante muchos años de César antes de Cleopatra. Los que gustan de la historia íntima, siempre han pretendido que Servilia instigó a su hijo a la venganza por celos. Pero le guiaban ideas más nobles que no supo plasmar. Muerto César, la tiranía parecía acabada con el tirano. Pero la estrategia no les salió bien.
Los meses siguientes fueron confusos. La República parecía a salvo pero los amigos de César y de la creación de un poder imperial estaban al acecho. Marco Antonio era su principal líder. Bárbaro, borracho y gladiador, como le definirá Cicerón en alguna de las Filípicas. Pero además aparece un rival inesperado: el joven Octaviano (el futuro César Augusto) sobrino e hijo adoptivo del difunto César. El papel de Octaviano en los meses siguientes será ambiguo. Parecerá del lado de la República -Cicerón nunca lo creyó- pero terminará aliándose con Antonio a quien después habrá de vencer para ser el primer emperador de Roma. Pero eso Marco Tulio ya no lo pudo ver.
Lo que las ‘Filípicas’ revelan es el arrojo y la inteligencia de un gran escritor y hombre público (en esos años había concebido los diálogos filosóficos De amicitia y De senectute) que se juega su vida y sus ideas a una carta, para salvar no sólo su honor sino la dignidad de lo que cree. Él sabe que va a perder porque se enfrenta a la fuerza.
En este drama antiguo, hay escrita una lección que vale para cualquier época: que el fin justifica los medios en la lucha por el poder. No existe el fair play. Los ambiciosos se ponen de parte de quien conviene en cada momento. El propio Octaviano actuó así para lograr sus fines. Cicerón, por el contrario, optó por ser fiel a sus ideas y su visión de la patria, aunque fuera a costa de su vida. Y como todo debe cambiar para que nada lo haga, el Imperio Romano, que inauguró Octaviano, mantendría siempre -acaso en vago recuerdo de Cicerón- las formas republicanas aunque bajo un régimen de poder personal. El Senado sobrevivió formalmente, aunque a menudo fuera sólo un adorno en manos de los césares sucesivos.
El historiador Valeyo Paterculo dirá, poco después de los hechos narrados, que «el criminal Antonio» amputó la voz del pueblo, ese Cicerón que había buscado siempre la salvación de Roma y de sus ciudadanos. Las 14 ‘Filípicas’ (la última pronunciada en abril del 43) son un demoledor alegato contra Marco Antonio, fulminado por las acusaciones y derrotado en Módena. El pueblo lleva en triunfo a Cicerón al Capitolio, se declara a Marco Antonio «enemigo público» y se proclama una ovatio a Octaviano por su papel en la defensa de la República.
Pero poco después todo cambia. Nada es seguro, porque siempre triunfa al más fuerte o el que menos escrúpulos tiene. Guillén Cabañero apunta: “Cicerón no tenía esperanza de conseguir nada positivo más que dejar, si así estaba determinado, el vivo testimonio de su voz y de su valentía a favor de la República si algo triste sucedía”. No hubo concordia ni avenencia y la pugna se decantó del lado de la coalición entre Antonio y Octaviano.
La modernidad de Cicerón no está sólo en ser un intelectual que no desoye la voz de la cosa pública sino en su pluralidad de intereses: la oratoria, la filosofía griega, la historia, y los trabajos del Foro y del Senado. Quedan como legado esas espléndidas cartas que escribía a sus amigos (Ático, verbigracia, al que conoció de joven estudiante en Atenas) o las que dictaba, caminando por su estudio, a su célebre secretario Tirón, que inventó una suerte de taquigrafía para seguir su voz.
En suma, un personaje plural y contradictorio, amigo del ocio fértil, pero fiel a sí mismo. Como nosotros, intuyó un fin. Todo fin conlleva otro principio. ¿Cuál ahora?