Tanto el teatro como el ballet destacaron entre las grandes pasiones recreativas de la aristocracia. En Rusia se forjaron como símbolos imperiales hasta la caída del zarismo. Y por ello ambas artes corrieron el riesgo de ser erradicadas durante la revolución bolchevique de 1917, por ser consideradas enemigas del proletariado.
Durante el mandato de Lenin, se buscaba educar al pueblo a través de la cultura. El dirigente depositó su fe en Anatoly Lunacharsky (Comisario del pueblo para la Instrucción) y, confiando en su ilustre juicio, delegó en él la reivindicación rusa a través de la cultura.
El extremo más radical de los bolcheviques presionaba para destruir cualquier tradición previa a la revolución. Sin embargo, el Comisario del pueblo para la Instrucción se dedicó a proteger fervientemente cada uno de los elementos que dotaron de esplendor al zarismo con el noble propósito de ponerlo al servicio del pueblo.
Al principio los bolcheviques volcaron sus esfuerzos en el teatro para instruir a las masas y tender fuertes lazos emocionales entre el Estado y el pueblo. Al ballet no le prestarían atención hasta pasada la década de los treinta.
No obstante, existieron dos figuras representativas que rescataron a los bailarines imperiales y llevaron a la danza a alcanzar un esplendor universal, así como a su renacimiento ante la indiferencia de los bolcheviques.
Esto fue posible gracias al empresario y visionario Serguei Diaguilev, quien fundó los Ballets Rusos, una compañía con la que asombró a Europa en los primeros años del sigo XX, y a la maestra de danza Agrippina Vaganova, que sentaría las bases de una escuela rusa de ballet sobre la que se cimentó el esplendor de este arte en la URSS.
A pesar de haber representado a la aristocracia, la belleza del ballet cautivó a los soviéticos, entendiendo su universalidad y la liberación de emociones desde Rusia para con el mundo. De esta manera el gobierno de Stalin la convirtió en un símbolo de orgullo nacional que acompañó al comunismo durante la bipolaridad mundial.
Después de vivir en las tinieblas, en los años 40, el ballet ruso se convirtió en la coartada cultural de la Unión Soviética, la cual duró hasta el fin de la Guerra Fría. Al disolverse la URSS, esta expresión artística entraría en un sueño profundo, del que no despertó hasta hace poco más de una década, cuando sus dos compañías, los ballets del Bolshoi y del Mariinsky, recuperaron su papel como gran referente del ballet internacional.
Los bolcheviques tuvieron clemencia por uno de los símbolos más representativos de la aristocracia. Le perdonaron la vida al gran ballet, olvidando su origen y haciendo de esta danza su furia.
Origen de la danza
Su aparición data del Renacimiento italiano. Posteriormente Catalina de Médici, una aristócrata italiana contrajo nupcias con el rey de Francia Enrique II. A causa del enlace, la reina consorte introdujo la danza en la Corte del país galo. Y fue otro rey, Luis XIV, quien sembraría la semilla de lo que es hoy el ballet clásico.
Durante los siglos posteriores este espectáculo estaba reservado para la nobleza. En Rusia ocurrió lo mismo desde su aparición en el siglo XVIII, hasta su posterior democratización 200 años después.
El nacimiento del Ballet Imperial
Marius Petipa, el gran coreógrafo francés, se marchó a San Petersburgo para enriquecer la danza predilecta de los zares. Creó un nuevo estilo que marcaría una época dorada entre los bailarines. El maestro alumbró el Ballet Imperial con un sofisticado sentido de la estética que sustituyó al romanticismo.
Petipa, además de crear las grandes coreografías, formó a grandes leyendas del ballet y a los futuros vigías de este arte -durante la revolución bolchevique y la creación de la Unión Soviética– hasta su muerte en 1910.
Los teatros imperiales, como el Mariinsky (conocido como Kirov durante el periodo soviético) en San Petersburgo y el Bolshói en Moscú, fueron testigos de la obra magistral de Petipa.
En esos espacios, símbolos de la burguesía y la nobleza, los mejores bailarines danzaron sobre las puntas de sus zapatillas, mientras dotaban de pasión a las grandes obras del maestro.
Las piezas de Petipa han definido la tradición del ballet ruso y también han determinado la hegemonía soviética sobre esta danza en Occidente. Hasta el día de hoy el legado de Petipa sigue teniendo eco en las grandes academias.
La democratización de la cultura
Tanto el ballet como el teatro constituían parte de los privilegios culturales de la burguesía y de la aristocracia. De esta manera, con el estallido de la revolución rusa en 1917, cualquier símbolo imperialista era antónimo a la soberanía popular.
La abdicación del zar Nicolás II dio lugar a un gobierno provisional que terminó con el ascenso del líder bolchevique Vladimir Lenin, un hombre muy ilustrado y empapado del marxismo.
Una vez instaurada la República Federal Socialista Rusa Soviética (RFSRS), Lenin empezó a crear las bases de un nuevo modelo de gobierno. En el se buscaba democratizar aquello que el proletariado ni siquiera sabía que existía: el arte.
Se buscaba un éxodo de aquella miseria ilustrativa que mantenía a las masas en aquel feudalismo obsoleto. Para ello el gobernante se apoyó en sus hombres de confianza, entre ellos Anatoly Lunacharsky. En él depositó la responsabilidad de reestructurar la cultura rusa y ponerla en bandeja a las masas para que estas pudieran disfrutarla de manera gratuita.
A partir de ahora la cultura sería un bien del Estado, para ello liberaron de impuestos a los teatros, y los grandes dramaturgos trabajarían y compartirían su genialidad para el entretenimiento y educación popular, eso sí bajo una fuerte propaganda comunista.
Ambos coincidían en educar a su pueblo a través de las artes, o al menos estas jugarían el papel más importante en la difusión de los valores socialistas. Los mejores pintores, dramaturgos y compositores estarían al servicio de la propaganda del Estado.
Existía un gran número de radicales entre los bolcheviques que buscaban exterminar todo aquello que representó a la aristocracia. Sin embargo, Lunacharsky -quien ocupaba el cargo de Comisionado del pueblo para la Instrucción- se encargó de proteger espacios y prácticas que enriquecían la cultura. Uno de estos fue el teatro.
Aunque Lunacharsky buscaba cuidar la tradición -para que todo aquello que disfrutó la burguesía llegara de manera inmaculada al colectivo-, Lenin trató de darle un nuevo sentido nacionalista. Buscaba un alumbramiento de nuevos espectáculos con temáticas proletarias en los Teatros Bolshói y Mariinsky.
Estas obras habían de tener principalmente un sentido nacionalsocialista que empatizara con la revolución y el espíritu luchador de la clase obrera. Para esta misión agrupó a los grandes maestros de la escena dramática, entre ellos Meyerhold.
La gran apuesta
Mientras Lenin y Lunacharsky se volcaron en el teatro, dos grandes visionarios apostarían por la danza. El empresario Serguei Diaguilev y Agrippina Vaganova (discípula de Marius Petipa) fueron los grandes responsables de que el ballet imperial sobreviviera a los bolcheviques.
El legado de Patipa sería rescatado por un visionario de las artes escénicas, el empresario Serguei Diaguilev, quien creó los Ballets Rusos. Lejos del ajetreo bolchevique, la compañía respaldó la formación y estelarización internacional de los grandes bailarines salidos del Bolshói y del Mariinsky.
En esta academia se forjaron las leyendas del ballet clásico que triunfaron en Europa y que posteriomente dotarían de misticismo a los escenarios de la URSS y del mundo entero.
Entre ellos destacaron George Balanchine (posteriorme fue coreógrafo, el cual se hizo famoso por implementar el género neoclásico), Vaslav Nijinsky, Ida Rubisntein y Anna Pavlova (convertida en un mito en la historia del ballet por la muerte del cisne).
Mientras los Ballets Rusos hacían giras por Europa recogiendo los vítores de los escenarios más prestigiosos, Agrippina Vaganova formaría a otras grandes promesas de la danza, bajo la oscuridad bolchevique.
Cuando Diaguilev exhaló por última vez en 1929, la compañía se disolvió. Algunos de sus bailarines fijaron su residencia en Europa, como Anna Pavlova. Otros regresarían a su país natal, la Unión Soviética desde 1927. Los retornados fueron rápidamente acogidos por Vaganova, quien guió a cada uno de los artistas en la expresión del movimiento para debutar en el Mariinsky y devolverle al teatro aquel esplendor imperial.
La discípula de Patipa y el empresario lucharon para que este arte no cayera en el olvido, mientras el Estado volcaba todas las emociones en el teatro, como el gran conector entre el pueblo y la cultura soviética.
El ballet, la bandera soviética
En la década de los cuarenta, el régimen de Stalin notó que los países occidentales sentían una gran admiración por el ballet ruso. Siendo así, el teatro propagandístico pasaría a un segundo plano, permaneciendo como un santuario de entretenimiento popular. Sin embargo, la danza desempeñaría un nuevo papel en la política internacional porque solamente este arte podía difuminar el Estado de terror con el que se caracterizó a la dictadura.
El ballet al ser mudo no precisaba de ningún entendimiento, solo era necesario abrir el corazón y sentirse. Por su razón tan humana rápidamente se volvió universal, un fenómeno artístico que conectó a las gentes de distinta índole social.
Stalin se apropió del viejo símbolo imperial para convertirlo en la bandera soviética, con la cual se pretendía silenciar el ruido que hacía la violencia de su régimen.
La caída de la URSS
La Unión Soviética, hasta su desintegración, controlaba toda la cultura del ballet. Casi no concertaban giras internacionales y con ello la danza allí no experimentó apenas ningún tipo de evolución; de esta manera, permanecía anclada en la tradición y en la estética de Petipa.
Este arte vivía un apogeo en Estados Unidos y en Europa. La danza contemporánea (fruto de la globalización y el intercambio cultural) se había convertido en el nuevo credo del movimiento. Todo se basaba en la estética y, por supuesto, en la innovación. Elementos en los que los coreógrafos se impulsaron para conquistar al público con grandes expectativas.
Sin embargo, tras la ruptura de la URSS en 1991 el ballet ruso sufrió un éxodo. Al abrirse las fronteras los artistas se dieron cuenta de una carencia en la retroalimentación con otros mundos, y su percepción en el exterior solo era fruto de la óptica del Estado.
Lo que fue su coartada cultural durante el periodo soviético, una vez desintegrado el bloque comunista, la tradición parecía no tener ya ningún sentido. De esta manera, comenzaría el declive del ballet ruso.
El resurgir
A comienzos de este nuevo siglo las grandes compañías rusas como el Bolshói, el Mariinsky, Mihailovski etc, experimentaron un enriquecimiento cultural. Los coreógrafos nutrieron su visión en la danza mientras absorbían el impacto que ejercían los otros mundos sobre los grandes y pequeños escenarios.
La apertura al exterior y la incorporación de nuevos talentos permitieron a los coreógrados resucitar el ballet de la URSS. Ellos otorgaron una mayor fluidez a este arte, comulgando con nuestro mundo dinámico.
De esta manera, las compañías sobrevivieron a los años oscuros de la indiferencia bolchevique y, posteriormente, a la celosa Unión Soviética. Gracias a ese don innato de los rusos, a la apertura, a la expansión y a la formación de nuevos bailarines que enriquecieron el arte del movimiento.