En un rincón de la Abadía de Westminster hay una placa que recuerda a dieciséis poetas de la Primera Guerra Mundial.
Algunos de ellos –como Rupert Brooke, Julian Grenfell, Wilfred Owen, Isaac Rosenberg, Charles Sorley y Edward Thomas– murieron durante la contienda. Ninguno había cumplido los 30 años. La inscripción que rodea los nombres de estos soldados-poetas pertenece a Owen: “Mi tema es la guerra y la piedad en la guerra. La poesía está en la piedad”.
Algunos, como Brooke, exaltaban la gloria de morir por la patria:
“Si he de morir, solo piensen esto de mí:
que en algún rincón de una tierra lejana
habrá por siempre una parte de Inglaterra.”
Grenfell, condecorado por sus servicios y de más alta graduación entre estos poetas, escribió en “Hacia la batalla: la excitación de entrar en combate”
“Las fulgurantes líneas de batalla
cantan a la muerte en el aire,
pero el día lo sostendrá con manos fuertes
y la noche lo abrazará con sus suaves alas.”
Diez de los poetas conmemorados sobrevivieron a la guerra. Muchos padecieron lo que entonces se llamaba neurosis de guerra (hoy, estrés postraumático), y la mayoría se dedicó a mostrar el terror de las trincheras más que a alabar la gesta patriótica.
Entre los sobrevivientes abundaron las voces críticas como las de Richard Aldington (1892–1962), W. H. Davies (1871–1940), Robert Nichols (1893–1944), Herbert Read (1893–1968), Edmund Blunden (1896–1974), Robert Binyon (1869–1943) e Ivor Gurney (1890–1937). Especial mención merecen Siegfried Sassoon (1886–1967) y, quizás el más famoso de todos, Robert Graves (1895–1985), el único de ellos que asistió a la ceremonia de inauguración del cenotafio en Westminster.
Sassoon fue el más crítico “de los errores políticos y las falsedades por las que estos hombres han sido sacrificados”.
Perteneciente a una familia acomodada, Sassoon había estudiado Derecho en Cambridge antes de alistarse como voluntario en agosto de 1914. En Francia conoció y trabó amistad con Robert Graves. Ambos cultivaron un crudo realismo que contrastaba con la hipócrita propaganda patriótica que diezmó a una generación.
A pesar de su postura crítica, Sassoon fue condecorado por su valentía. Alentado por Bertrand Russell, se resistió a volver al frente. Dada su popularidad, el gobierno británico optó por no procesarlo por deserción y lo internó en un hospital psiquiátrico para ser tratado por “neurastenia”.
Allí conoció a Owen, quien, inspirado por la prédica de Sassoon, escribió “Himno a la juventud condenada”, donde describe un ataque con gas y concluye con el conocido verso del poeta romano Horacio.
“No contarías con tanto entusiasmo a los niños que arden ansiosos de gloria, la vieja mentira: ´Es dulce y honorable morir por la patria´”.
Owen volvió a la guerra y murió una semana antes del armisticio.
Sassoon, por su parte, también regresó al servicio activo, donde volvió a destacarse por su valor. Después de la guerra, desarrolló una destacada carrera como intelectual, especialmente por su novela autobiográfica: “La trilogía de Sherston”.
El más conocido de estos poetas fue Robert Graves. Horrorizado por lo que vio en combate, publicó su primer libro de poemas “Sobre el brasero”. En la Batalla del Somme fue dado por muerto, pero sobrevivió y tuvo una larga y prolífica carrera como escritor. Entre sus obras más célebres se encuentra “Yo, Claudio”, la historia novelada del emperador romano.
“La vida es experimentar tanto la alegría como la tristeza, pero a través de estos contrastes encontramos su significado” – Robert Graves