El 7 de octubre de 1072 fallecía don Sancho II de Castilla, llamado “el Fuerte” por haber conquistado Galicia y León gracias a la asistencia de Rodrigo Díaz de Vivar, quien pasó a la historia como el Cid Campeador (o «Campidoctor», que podría traducirse como “señor experto en batallas”) .
Sirviendo a Sancho como escudero conoció las taifas (reinos) del valle del Ebro, en particular de Zaragoza, gobernada por el príncipe al-Muqtadir.
No era extraña esta convivencia entre cristianos y musulmanes en el siglo XI. España estaba dividida en los reinos cristianos –conquistado por Sancho a sus hermanos–, el condado de Barcelona y las taifas de Albarracín, Lérida, Almería, Badajoz y la ya mencionada Zaragoza, que tanto había impresionado al joven Rodrigo.
Los reinos y taifas coexistían en constantes enredos, firmando acuerdos, alianzas y tratados entre cristianos y musulmanes, que rompían con cualquier pretexto para trazar nuevas alianzas a fin de conquistar reinos vecinos.
En ese ambiente de desconfianza y traiciones se crió Rodrigo, sirviendo lealmente al rey Sancho. Este le dio el mando de una parte del ejército cristiano-musulmán fruto de su alianza con al-Muqtadir. Ambos tenían la intención de atacar al reino de Aragón para apoderarse de la plaza mayor de Graus.
Fue esta la primera gran victoria de quien, con escasos 20 años, ya llamaban el Campeador por su condición extraordinaria de guerrero.
Como ven, eso de la Reconquista y de los cristianos españoles peleando contra los invasores árabes dista de ser verdad. En realidad era una lucha encarnizada de todos contra todos para hacerse de las tierras del vecino, fueran cristianos o musulmanes. Cada cual hacía lo que le convenía con quien le resultara más cómodo.
Mientras que Sancho vivió, Rodrigo Díaz de Vivar fue su hombre de confianza; pero la muerte de su señor en dudosas circunstancias y el ascenso de su hermano Alfonso VI al trono crearon suspicacias en el Cid. Resulta que Rodrigo había asistido a Sancho en la conquista del reino de León de manos del mismo Alfonso, quien, desde entonces, se convirtió en su nuevo señor.
La historia del Mio Cid que leímos en las clases de literatura tiene poco de histórico, y entre los mitos que relata está la Jura de Santa Gadea.
Las sospechas de asesinato de Sancho cayeron sobre Alfonso y, como el Cid dudaba de él, lo obligó a jurar en la iglesia de Santa Gadea que no había participado en el crimen de su hermano. Y así lo hizo, o al menos eso dice el Cantar, porque si existió tal juramento no ha quedado en ningún documento.
Obviamente, la relación entre el Cid y Alfonso quedó algo resentida, aunque para congraciarse, el rey le concedió la mano de Jimena, hija del conde Diego Fernández de Oviedo. Durante un tiempo Rodrigo dejó de ser el campeador del rey y, como se aburría, se dedicó a hacer lo que mejor sabía: saquear.
Y lo hizo con su banda de castellanos, andalusíes, algunos cristianos y otros moros, mercenarios todos ellos. Esta tropa atacó la taifa de Toledo del príncipe al-Qadir, también súbdito de don Alfonso. Obviamente, al-Qadir se quejó y don Alfonso desterró a Rodrigo de su reino.
El famoso cantar lo muestra al Cid dolido, sufriendo el rigor del castigo injusto aunque, a la luz de la verdad, fue bien merecido y hasta benigno, porque su pasaje por Toledo había sido casi un asalto a mano armada.
¿Qué hizo el Cid durante el destierro? Pues más de lo mismo: ofreciendo sus servicios al mejor postor, fuese cristiano o moro. Al final se puso al servicio de al-Muqtadir de Zaragoza para vencer a los cristianos de Aragón y Barcelona. Lo importante aquí era la paga.
En 1086 apareció en escena una nueva banda de conquistadores: los almorávides, monjes soldados bereberes oriundos del Sáhara, que después de la batalla de Sagrajas amenazaron al reino de don Alfonso.
Como no era cuestión de desperdiciar las habilidades de un guerrero como el Campeador, Alfonso le perdonó los antiguos desmanes y le pidió que conquistara Valencia, cosa que Rodrigo cumplió inmediatamente.
Alfonso le encomendó la defensa de Murcia, pero el Cid le dijo que no. Alfonso insistió y el Cid reiteró la negativa. Cabreado por el desplante, el rey una vez más ordenó su destierro, que a esta altura poco le importaba.
Rodrigo había acumulado poder y fortuna, tenía un ejército de seguidores que le permitía recaudar impuestos para él y no para Alfonso, y sin más se autoproclamó soberano de Valencia.
Alrededor de esta vida legendaria y misteriosa se tejieron mitos, necesarios para elevarlo al pedestal de los héroes, especialmente en el siglo XIX y XX, cuando España había perdido sus colonias y se vio envuelta en las guerras carlistas y en una terrible guerra civil.
Era menester crear una figura aglutinante, una figura fuerte, guerrera y dispuesta a afrontar la adversidad con vocación cristiana. Era necesario este relato para que España reconstruyera su nueva identidad.
Un hombre formalmente casado con una noble dama, con dos hijas que según el Cantar se llamaban doña Elvira y doña Sol, casadas con los infantes de Carrión, que resultaron ser dos canallas, a quienes el Cid les había regalado sus espadas: la Colada y la Tizona. Todo cuento. En realidad, las hijas del Cid se llamaban Cristina y María; una se casó con Ramiro Sánchez de Pamplona y la otra con el conde de Barcelona.
Las espadas tampoco se llamaban así, pero la Junta de Castilla y León en 2007 compró por €1.600.000 la llamada Tizona a fin de mostrar la vigencia del guerrero castellano como signo de unión de España que mil años atrás no existía ni en la imaginación más fértil.
La última aventura de la ajetreada vida del batallador la vivió cuando don Alfonso lo envió a cobrar los impuestos al taifa de Sevilla, al-Mutamid. Otro de los embajadores del rey era don García Ordóñez, quien no gozaba del aprecio del Cid.
Resulta que el tal Ordóñez se alió al taifa de Granada para atacar Sevilla y así quedarse con sus tierras. Lo que no sabía Ordóñez era que el Cid saldría a defender Sevilla, y fue así cómo dos caballeros cristianos se pelearon entre sí, aliados con dos reyezuelos musulmanes, siendo todos súbditos del mismo monarca, Alfonso IV.
“Cosas veredes” diría siglos más tarde un personaje de ficción que también se convertiría en símbolo de la hispanidad. ¡Ah! De más está decir que el Cid venció a Ordóñez.
En 1088, el rey Alfonso acudió al rescate de la fortaleza de Aledo, sitiada por los almorávides, y ordenó a Rodrigo que marchara a su encuentro. Pero este, por razones que nunca han quedado debidamente esclarecidas, no acudió en su ayuda, cosa que puso a Alfonso IV de muy mal humor y una vez más desterró al Campeador, acusándolo de traición y expropiando sus bienes.
El Cid volvió a las andadas: saqueó la taifa de Denia y logró que otros reinos, tanto cristianos como árabes, le pagasen tributo, convirtiéndose en la figura más poderosa del oriente de la península.
El Cid se declaró “príncipe Rodrigo el Campeador de Valencia ” con la intención de hacer un reino independiente.
Asegurada Valencia, volvió a congraciarse con Alfonso al punto de enviarle refuerzos al mando de su único hijo varón, Diego. Lamentablemente, éste murió en la batalla de Consuegra en 1097, el más duro golpe en la vida del Campeador.
Mientras defendía Valencia de los almorávides, una flecha atravesó su cuello y el Cid murió luchando (aunque otros digan que falleció en su lecho de enfermo). El cuerpo fue enterrado en la catedral de Valencia y doña Jimena continuó dirigiendo la defensa de esta ciudad hasta que, dos años más tarde, le resultó imposible sostenerla.
Los restos del Cid fueron llevados al monasterio de Cardeña y allí reposaron hasta que los soldados franceses en pleno siglo XIX profanaron su tumba. Hombre como el Cid Campeador no podía descansar por la eternidad como cualquier mortal.
El general francés Thiebault ordenó la restitución de los restos del Cid y los enterró con honores en el Paseo de Espolón, a orillas del Arlanzón.
Liberada España de las tropas napoleónicas, los restos del Cid volvieron al monasterio de Cardeña. Para entonces, en una España decadente después de los gobiernos poco felices de Fernando VII y su hija Isabel, las guerras carlistas, la pérdida de lo que había sido el imperio “donde nunca se ponía el sol” y esas lejanas glorias hispanas, era menester volver a dotar a España de un héroe legendario.
Y allí estaba el Cantar de Mio Cid, escrito entre 1195 y 1207, es decir, cien años después de su muerte.
En su texto se construye al prototipo de héroe épico que lucha contra los infieles y sufre la ingratitud de sus superiores con estoicidad. Allí nace el valiente Campeador con sus espadas legendarias y el indómito corcel que recibió el poco feliz nombre de Babieca.
Los restos del Cid y doña Jimena se enterraron solemnemente el 21 de julio de 1921 en la catedral de Burgos, en presencia del rey Alfonso XIII.
Si eran esos los huesos del Campeador y su dama, es poco probable y poco importa. Lo importante es la consagración del mito que identifica a España con un guerrero cristiano, caudillo sin tacha, un personaje épico utilizado como propaganda política y exaltación del espíritu patriótico, que hoy sigue cabalgando sobre sus mentiras a fin de olvidar al mercenario que ponía su espada al servicio del mejor postor.