Londres, siglo XVII. Mientras los caballeros de la Royal Society jugaban a explicarle el mundo a Dios con microscopios recién estrenados y pelucas bien empolvadas, una mujer de vestido exuberante y pluma afilada irrumpía en la escena con una pregunta incómoda: ¿y si todo esto no fuera tan exacto? ¿Y si la naturaleza pensara por sí sola? Su nombre era Margaret Lucas Cavendish, aunque muchos la recordarían simplemente como “Mad Madge”, el apodo que se reserva a las mujeres que piensan demasiado, hablan demasiado o escriben demasiado. Ella hacía las tres cosas.
Filósofa autodidacta, poeta compulsiva, dramaturga sin academia, teórica de la materia y visionaria del pensamiento especulativo, Cavendish fue una rareza imposible de clasificar incluso para los estándares barrocos. Nacida en 1623 en Colchester, hija menor de una familia noble, su destino parecía escrito entre lecciones de bordado y matrimonios arreglados. Pero Margaret tenía otros planes: desafiar al pensamiento cartesiano, poner en jaque a los filósofos-mecánicos, y firmar cada uno de sus libros con nombre y retrato. Porque sí: una mujer podía pensar, publicar, teorizar… y además vestirse como si estuviera por ingresar a un carnaval interplanetario.

Publicó poesía, tratados de filosofía natural, obras de teatro, biografías, sátiras y relatos que hoy llamaríamos ciencia ficción. En The Blazing World (1666) imaginó un universo paralelo regido por una emperatriz, poblado por osos filósofos, hombres-pájaros y mujeres que desafían roles de género. Todo desde un lenguaje que oscilaba entre la observación científica y la fantasía poética, sin pedir permiso a ninguna disciplina. Su idea de naturaleza era tan radical como necesaria: no inerte, no pasiva, no domesticable. Una fuerza viva, infinita, mutante. Como ella.
Fue la primera mujer en ser recibida (a regañadientes) en la Royal Society de Londres. No por simpatía, sino por insistencia. Su visita en 1667 a una sesión de experimentos de Robert Boyle provocó más susurros que hallazgos. Una mujer entre hombres de ciencia: escándalo garantizado. Y aun así, sus propios instrumentos estaban mejor provistos que los de la institución. Cavendish nunca se resignó a ser espectadora. Si no le daban una silla, traía la suya.
Estaba casada con William Cavendish, 31 años mayor, duque de Newcastle y entusiasta promotor de la equitación y del pensamiento libre de su esposa. Él la introdujo en los círculos filosóficos, pero fue ella quien dejó huella. En una época donde las mujeres no firmaban libros, Margaret los firmaba todos. En una época en que las mujeres no escribían ciencia, Margaret imaginaba átomos pensantes y cuestionaba la existencia de Dios como principio ordenador.
Su escritura —hoy celebrada, entonces ridiculizada— era inclasificable, llena de digresiones, metáforas osadas, saltos narrativos y pasajes que mezclaban anatomía, política y sueños. Cavendish no buscaba convencer, sino provocar. Su arma no era el método, sino la imaginación. Escribía con rabia elegante, con una libertad tan incómoda que todavía resuena.

¿Qué descubrió?
Que se podía pensar desde la incertidumbre. Que el conocimiento no era patrimonio masculino. Que el mundo —como el lenguaje— no tenía dueño.
¿Qué dejó?
Más de una decena de obras impresas, reflexiones sobre filosofía, ciencia y sociedad, mundos imaginarios y personajes femeninos que se burlan del patriarcado. Y sobre todo, un ejemplo incómodo: el de una mujer que hizo de su excentricidad una forma de resistencia, y de su soledad un refugio creativo.
Murió en 1673 y fue enterrada con honores en la Abadía de Westminster, ese panteón masculino que no pudo evitar dejarle una esquina. Quizás porque no podían ignorarla. O quizás porque era más fácil encerrarla entre mármoles que enfrentarse a sus ideas.
Margaret Cavendish fue la anomalía que el canon no pudo digerir del todo. Hoy la leemos y entendemos por qué: no era “mad”, era demasiado lúcida para su época. Y, sospechamos, también para la nuestra.