Las tropas aliadas habían penetrado en territorio alemán tanto por el este como por el oeste. Faltaban pocos días para que Adolf Hitler se rindiera (o se suicidara, como efectivamente habían predicho los psiquiatras norteamericanos destinados a trazar un perfil psicológico del Führer). Japón todavía resistía ferozmente. Los norteamericanos calculaban que tomar la isla les costaría un millón de vidas. La posibilidad de usar las bombas atómicas era cada vez mayor. Así las cosas, la Unión Soviética, Estados Unidos e Inglaterra se dispusieron a repartirse al mundo en el Palacio Livadía de Yalta, Crimea, un inmenso inmueble de 50 habitaciones que había pertenecido a los zares (Alejandro III murió allí). Los alemanes lo habían saqueado durante la guerra, y debió ser reacondicionado para la oportunidad con muebles y pinturas del Hotel Metropolitana de Moscú.
El 4 de febrero de 1945, Winston Churchill, Roosevelt y Stalin se reunieron una vez más. Previamente se habían visto en Teherán en noviembre del 43, donde decidieron la estrategia militar para el resto de la contienda. Como la guerra estaba llegando a su fin, era el momento de hablar sobre el futuro del mundo, los nuevos límites de las naciones europeas, cómo habría de dividirse Alemania, la responsabilidad de los crímenes de guerra y el juicio a los responsables. El líder soviético estaba en la mejor de sus formas y de excelente humor, feliz de aplastar a Alemania con su inmenso ejército, que avanzaba a paso redoblado.
Ni Churchill, y menos aún Roosevelt, estaban en óptimas condiciones físicas para discutir con su aliado ruso. El presidente norteamericano, que había tenido un agotador viaje en avión, estaba como ausente. Incluso el futuro secretario de Estado, James Byrnes, confesó que Roosevelt no se había preparado para un evento de tal importancia. Churchill escribiría en sus memorias que el presidente parecía viejo, estaba muy delgado y retraído; se sentaba mirando al horizonte con la boca abierta, como si no comprendiese todo lo que estaba ocurriendo. Por otro lado, Lord Moran, el médico del primer ministro inglés, pensaba que Roosevelt estaba muy enfermo, y reprodujo en sus memorias un comentario de Churchill: “El presidente se está portando muy mal; ya no se interesa en nada de lo que estamos tratando de hacer”.
Apenas dos meses más tarde, Roosevelt falleció tras un accidente cerebrovascular, acompañado por su amante de toda la vida, Lucy Mercer Rutherford, ante el disgusto de su esposa, Eleanor Roosevelt. Debido a esta disminución física y mental, Roosevelt no estuvo en condiciones de retrucar las intenciones de los rusos de quedarse con Polonia y el este europeo, y se conformó con la promesa de una intervención soviética en la guerra contra Japón. Churchill tampoco estuvo muy enérgico con respecto al tema polaco, por más que las fuerzas de ese país habían peleado junto a las inglesas.
Polonia ya había sufrido la opresión del imperio zarista y, al principio de la Segunda Guerra Mundial, había sido aplastada por los nazis. Los soviéticos, por entonces aliados de Alemania, expoliaron a Polonia, enviaron a su ejército a campos de trabajo y eliminaron con un tiro en la cabeza a cientos de sus oficiales, enterrándolos en el bosque de Katyn. Cuando Hitler traicionó a Stalin, los polacos de enemigos pasaron a ser aliados. Gran parte del ejército polaco, después de una temporada con los soviéticos, no quería saber nada de permanecer en Rusia, razón por la cual pasaron a Irán para convertirse en una parte del ejército británico, que terminaría teniendo una memorable actuación en Montecasino, Italia.
Cuando los miembros del ejército polaco vieron que la guerra terminaba y que, una vez más, caerían en manos de los rusos, la mayor parte prefirió el exilio. Así fue como más de 20,000 ex combatientes terminaron en la ciudad de Buenos Aires. De hecho, la Unión de los Polacos tiene dos panteones en el Cementerio de la Recoleta, donde descansan varios héroes de guerra.
Churchill insistió para que Grecia, la cuna de la democracia, quedara fuera de lo que él llamaría, un año más tarde, “la cortina de hierro”. La actuación de Churchill fue muy discutida. De hecho, su ministro Gregory Strauss renunció al gabinete pues encontró inaceptable esta cesión de Polonia a las pretensiones de Stalin.
La revista Times auguró que Yalta sería el comienzo de un próspero intercambio entre anglosajones y soviéticos. Con el tiempo, se percataron de que esta apreciación había sido muy optimista… Stalin aceptó colaborar con el establecimiento de las Naciones Unidas, un proyecto ambicionado por Roosevelt, pero con una exigencia: los países que habían permanecido neutrales debían declarar la guerra a Alemania para participar de dicha institución. El líder soviético tenía a Argentina entre ceja y ceja. Sabía que bajo el gobierno militar del general Ramírez había estado a punto de concretar una alianza con el nazismo para invadir Brasil. Argentina sólo fue aceptada a integrar las Naciones Unidas a cambio de permitir el ingreso de Ucrania y Bielorrusia, aunque estas eran entonces parte de la Unión Soviética.
Stalin también accedió, después de largas conversaciones con Churchill y Anthony Eden, a permitir que Francia ocupara una zona de la Alemania derrotada. Como ya señalamos, la promesa de Stalin de colaborar en la guerra contra Japón fue vista como un gran logro, ya que podría salvar muchas vidas estadounidenses. De hecho, la Unión Soviética declaró la guerra a Japón el 8 de agosto de 1945, tres meses después del fin de la guerra europea y un día antes de que explotara la bomba atómica en Nagasaki. Ante las inmensas fuerzas de las dos potencias, Japón decidió rendirse en el mes de septiembre.
Si bien el diálogo diplomático tuvo momentos ríspidos, la actividad social mostró que las relaciones entre los rusos y sus aliados, eran “amistosas”, en palabras de Anthony Eden. En el brindis final, Stalin alabó a sus colegas: a Roosevelt como el hacedor de la movilización mundial contra Hitler, y a Churchill como “el hombre que nace una vez cada cien años y el estadista más valiente del mundo”. El primer ministro británico lo llamó a Stalin “el líder de una poderosa nación”.
Uno de los diplomáticos ingleses de larga carrera, sir Alexander Cadogan, escribió que Stalin era, por mucho, el más impresionante del grupo. Callado, parecía disfrutar la escena como si se tratase de un juego. Gozaba de ese poder inmenso que había construido desde la nada: un ex seminarista oriundo Tiflis (actual Georgia) sentado a la mesa de los poderosos, que habían llegado al liderazgo por linaje o tradición. El líder soviético, en cambio, había trepado desde abajo. El brindis final de Stalin resultó ser premonitorio: “No es muy difícil mantener la unidad en tiempos de guerra mientras tengamos un enemigo en común. La tarea más difícil vendrá después de la guerra, cuando surjan distintos intereses que tenderán a dividir a los aliados. Es nuestro deber mantener nuestros valores como fuente de paz, tal como lo fue en la guerra”.
Los tres jerarcas decidieron que se volverían a reunir después de la rendición alemana para ultimar los detalles de los límites de las naciones que habrían de repartirse. Lo harían en Potsdam, tres meses más tarde.
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