“Lo tiende boca arriba; del cabello
Lo agarra, comprimiendo con la planta
Su pecho varonil, y en un momento
A cuchillo cercena su garganta,
Como rebana el árbol de un hachazo
Del montaraz el formidable brazo.
Un ¡ay! resuena de profunda angustia,
Un áspero ronquido, y un murmullo,
Y el sayón levantando, ebrio de orgullo,
Muestra a la turba de terror transida
En la sangrienta mano suspendida,
Radiante de prestigio y de grandeza
Del mártir de la Patria la cabeza.”
Esteban Echeverría, Avellaneda (1849)
A principios de 1871, el doctor Nicolás Avellaneda, ministro de Justicia, Culto e Instrucción Pública, convalecía en cama. Las calles de Buenos Aires estaban tomadas por la sombra temida de la fiebre amarilla que mataba sin conmiseración. Aunque al principio el médico había supuesto que podía haber sido alcanzado por la epidemia, fue sólo un mal presentimiento. Con el correr de los días sus síntomas, similares a los de la fiebre, no se agravaron y sólo pasaron como un susto.
A la casa del ministro llegaba de vez en cuando el presidente Sarmiento y alguno que otro amigo para interiorizarse de la evolución del enfermo. La mayoría de la gente pudiente había dejado la ciudad rumbo a la campaña para evitar el contagio. El propio presidente puso distancia y sólo entraba a Buenos Aires para ocuparse de los temas de estado. La salida con una enorme comitiva de más de setenta personas había sido mordazmente criticada por la prensa opositora, calificándola de huida vergonzosa. Para colmo, la figura enjuta del ex presidente Mitre, con su inconfundible chambergo, se desplazaba de un lado a otro, acompañado de sus hijos, en ayuda de los apestados.
En medio del desasosiego en el que estaba sumida la población pasó inadvertida una silueta inhabitual que recorrió a pie con pasos cortos pero firmes las calles hasta llegar a la casa de Avellaneda. Atendido con sorpresa y desconfianza por la servidumbre explicó que necesitaba verlo. Venía de Tucumán, se llamaba García, y traía un envío para entregar en mano.
Tal fue la insistencia del hombre que tras algunas dudas se hicieron consultas al ministro, pero fueron infructuosas. Tenía un fuerte dolor de cabeza y no recibiría a nadie esa mañana, por lo que invitaba a su visitante a pasar por el ministerio apenas estuviera recuperado.
Sin darse por vencido, el hombre pidió que le comunicaran que traía un envío relacionado con su finado padre, don Marco Avellaneda. Agregó que su única misión era entregar el paquete y transmitir un breve mensaje, tras lo cual dejaría de importunarlo y se retiraría.
La sola alusión a la figura paterna venerada fue suficiente para distraer de su jaqueca a Nicolás. Ordenó que hicieran pasar al hombre sin pérdida de tiempo y se quedó esperando ansioso sentado en su cama.
El visitante por lo menos lo doblaba en edad. Su aspecto era distinguido, aunque su ropa estaba algo gastada. Vestía como un viejo señor venido a menos y traía un pequeño paquete custodiado con celo en sus manos.
–Doctor Avellaneda, es un verdadero honor conocerlo, me llamo Tiburcio García y he llegado anoche desde Tucumán para cumplir con una misión -disparó el visitante antes de acercase al lecho y extenderle la mano.
–Por favor, tome asiento -le contestó el ministro señalando una silla a su lado- y dígame en qué puedo servirlo.
–Mi hermana, doña Fortunata García de García y yo nos criamos juntos. Nacimos con un año de diferencia. Conocí a su padre, don Marco, de lo cual me enorgullezco. Mi hermana, usted lo sabrá, sintió devoción por él y no dudó en servir a la patria contra la tiranía cuando fue necesario, a pesar de las habladurías. Claro, usted era muy pequeño y sólo conocerá aquellos días infaustos por menciones.
Avellaneda asintió sin decir palabra. Volvían a su memoria recuerdos penosos. Había crecido entre los fantasmas que rodeaban a la tragedia familiar y esa presencia le actualizaba una rara mezcla de curiosidad y molestia. En la leyenda heroica contada sobre doña Fortunata siempre había percibido un pícaro e incómodo matiz amoroso que lo inquietaba en secreto.
–Fortunata -retomó el hombre con mayor familiaridad murió a fines del año pasado y me encargó que pusiera este envío en sus manos. Como lo creí de interés para usted, no dejé pasar el tiempo y es por eso que estoy aquí, a pesar de la epidemia.
Extendió el prolijo paquete envuelto en un papel fino e hizo el ademán de pararse, pero Avellaneda lo retuvo. Le ofreció café o té, pero el hombre solo aceptó un vaso con agua. Luego de intercambiar algunos comentarios superficiales, Avellaneda le pidió por favor que le dejara una tarjeta de visita con su dirección en Buenos Aires, por si necesitaba contactarlo una vez que revisara el contenido de lo que acababa de recibir, dejando traslucir que no abriría el envoltorio hasta que el mensajero se hubiera ido. Agregó que apuntara también sus datos en Tucumán.
Una vez que estuvo solo, el ministro pidió no ser molestado, desplegó el contenido del paquete y lo investigó con una rápida mirada: unos versos manuscritos, con una letra in confundible para él, dos pares de finos guantes y un retrato en miniatura firmado por Pellegrini, con la inscripción al pie de las iniciales de su padre: M. M. de Ava.
Por primera vez veía su cara, tantas veces añorada por su madre desde que era un niño. Hasta donde él sabía esa era la única imagen que se conservaba, pues la familia no tenía ninguna. Miró con descuido los versos y descubrió uno dedicado a una enigmática Silvia. El resto eran poemas de ocasión.
Tras meditar un rato, decidió conservar el retrato, luego de mostrarlo a sus hermanos, y repartir entre ellos el resto de las cosas. De todos, Eudoro sería el mejor cliente para los escritos. Quizás no sería mala idea hacer algunas copias de la miniatura. A su madre le gustaría conservar una.
* * *
El niño Tomás Eloy Martínez escuchó muchas veces la misma historia. Las variaciones del relato siempre eran pequeñas, por lo que creyó durante años que las maestras se habían puesto de acuerdo para no apartarse demasiado de la versión original.
En la plaza principal de Tucumán, frente a la Casa de Gobierno, había un monolito que indicaba el lugar donde quedó clavada la cabeza de Marco M. de Avellaneda y ese era el punto de partida obligado de los relatos de infancia. Como si una ubicación geográfica conocida por todos fuera fundamental para darle valor de verdad a algo con apariencia de mentira.
Le llamaba la atención el nombre Fortunata, protagonista para él en última instancia de los tristes sucesos. Lo predisponía a favor de la dama una anécdota de 1831 que también contaban sus maestras. Un grupo de emigrados unitarios conspiraba desde Salta para intentar retomar Tucumán, que estaba en manos de Facundo Quiroga. Doña Fortunata y sus hermanas Visitación y Rita recibieron una serie de cartas con noticias esenciales para la organización del levantamiento.
Sin que nadie lo esperara entró Quiroga a la ciudad para detener a un agente de la revolución que estaba escondido en lo de doña Fortunata. Cuando llegó la partida, en medio de una nube de polvo y de gritos, las mujeres guardaron de apuro los papeles que estaban leyendo en su seno. Grande fue la zozobra para ellas cuando les comunicaron que también irían detenidas.
Quiroga les exigió que entregaran las comunicaciones, pues se había anoticiado de su existencia, pero las hermanas se negaron. A fin de escarmentarlas las hizo presenciar el azote del revolucionario apoyado sobre un cañón. Le fueron dando latigazos hasta que su espalda se transformó en una maza sanguinolenta de carne deforme. Para salvar a los conjurados, doña Fortunata sacó algunas cartas y se las comió, apurando a sus hermanas para que hicieran lo mismo.
Tomás Eloy se sorprendía cada vez que escuchaba el relato, muchas veces repetido para afirmar los valores de la heroína. Pero la historia que desvelaba al niño era la de la cabeza clavada en la pica y el posterior rescate protagonizado por doña Fortunata. Y como no podía registrar con exactitud la primera vez que la escuchó, suponía que había nacido con esos hechos en la memoria.
***
Ni siquiera el espanto siempre presente de la fiebre amarilla logró distraer del todo la atención del ministro de las facciones recién conocidas del rostro de su padre. El tránsito de una carreta con varios cadáveres apilados le pasó desapercibido, abstraído por el estudio de los rasgos de la miniatura que sostenía en sus manos con cuidado junto a la ventana. Cada mañana veía pasar los despojos de esos desgraciados que morían en distintos recovecos de la ciudad. Los síntomas de su enfermedad iban cediendo y cada vez se sentía mejor, pero no lo suficiente como para lanzarse a la calle y visitar a sus hermanos o escribir a Eudoro, el Avellaneda que todavía vivía en Tucumán.
Con la vista fija en los adoquines por los que habían transitado los muertos, Nicolás pensó en el cadáver ultrajado de su padre que había nacido y pasado los primeros años de vida en Catamarca. Allí el abuelo Nicolás Avellaneda y Tula, por el que había recibido su nombre, fue gobernador y se ocupaba de su único hijo con obsesiva atención.
En uno de los muchos viajes que don Nicolás hizo al puerto, por política o negocios, llevó a Marco, cuando ya tenía 16 años y había cursado las primeras letras en Córdoba, y lo dejó pupilo en el Colegio de Ciencias Morales de Buenos Aires. Allí se reencontró con un jovencito tucumano a quien había conocido en alguna de sus visitas a Tucumán. El paliducho y enjuto Juan Bautista Alberdi se transformaría en su sombra. A todos lados iban juntos los amigos y no hubo juego o broma que no los tuviera asociados.
Alberdi tenía los peores antecedentes. Su hermano Felipe lo había sacado del Colegio de Ciencias Morales aduciendo sus continuas dolencias y su poca afección al estudio. El joven díscolo retomó luego sus estudios y entró con su amigo Marco en el departamento de Jurisprudencia de la Universidad de Buenos Aires. Los unían muchos gustos comunes, pero sobre todo la lectura y las farras.
En el año 1834 Marco estuvo listo para volver a Tucumán con su título de abogado. Preparó el viaje con Alberdi y Mariano Fragueiro. Había presentado la tesis doctoral ante su maestro Paulino Gari. Eligió un tema premonitorio y la escribió en una noche, presagiando su tragedia. Tenía pensamientos originales para sus veinte años y lecturas poco comunes entre los jóvenes.
Citando a Rousseau, Montesquieu, Constant, Diderot, Bentham, Marco proponía una curiosa tesis contra la pena de muerte, alentada más por las luces de la razón, que por el realismo en la observación de su tiempo: “la sociedad tiene el derecho de infligir la pena de muerte; pero la justicia, de acuerdo con la humanidad, reclama su proscripción”. Para afirmar su pensamiento partía de rebatir a Beccaria, que había escrito en contra de la pena de muerte y lo citaba minuciosamente en una macabra alusión a su propio porvenir: “¿Cuál puede ser este derecho de degollar a sus semejantes que los hombres se abrogan?”. En una curiosa voltereta partía de demostrar la validez de que la sociedad dispusiera lo que el orden judicial debía prohibir.
Marco no pensaba en los crímenes comunes mientras escribía afiebrado aquella noche, estaba pensando en las disidencias políticas. Delineaba su discurso con pasión a la luz de la vela y marcaba cada letra con morosidad, degustando lo escrito: “… los delitos políticos, aunque fatales por sus consecuencias, no siempre denotan una depravación del alma… en las revoluciones y en las reacciones el triunfo decide la justicia o injusticia de una causa. Los vencedores tienen siempre razón y se creen con derecho para mandar al suplicio a los vencidos”.
Su sueño era salir alguna vez de la violencia que se respiraba en las provincias. Lo dejó escrito como conclusión y programa de su generación: “La nación Argentina reconoce la inviolabilidad de la vida humana”.
Vuelto a Tucumán con sus amigos, Marco se incorporó con rapidez a la vida pública y fue elegido diputado. Mantuvo una relación fría, pero amable, con el gobernador Alejandro Heredia, que le facilitó la práctica de su profesión, aunque el caudillo escondía algún recelo con el joven abogado. A pesar de que lo recibió con afecto, pues conocía a su padre, y lo promocionó junto a su protegido Alberdi, don Alejandro mantenía distancia. Decían que se debía a algunas críticas que había recibido su gobierno en la prensa porteña y que atribuía a la pluma de Marco. De todos modos el recién llegado obtuvo con el paso de los meses cargos públicos y de a poco se fue ganando la confianza del gobernador, que en realidad estaba más preocupado por su relación con el distante Rosas. Estos jovencitos prometedores apenas ocupaban un segundo plano en sus intereses.
En Buenos Aires había dejado un amor oculto, como también había sido secreta la razón de su abrupta partida. En Tucumán también tuvo un romance en sombras, porque ella estaba comprometida. Fue un amante solícito y un caballero cuidadoso. El también se comprometió y casó en 1836, dos años después de su regreso, con Dolores Silva, la hermana de su amigo Brígido Silva. De ese matrimonio nacieron sus cuatro hijos varones: Nicolás, Marco Aurelio, Manuel y Eudoro.
***
A Nicolás nunca le había gustado pensar en las circunstancias de la muerte de su padre. Siempre prefirió imaginar los hechos heroicos de su vida, protegidos por la piedad que beneficia a los muertos. Por eso cada vez que arribaba en sus divagues a los trágicos momentos sucedidos en Metán, torcía sus pensamientos hacia otros temas.
Después de ser cinco años ministro de Sarmiento, Avellaneda asumió en 1874, con 38 años, la presidencia de la República, en medio de convulsiones internas y con enormes problemas para solucionar. Los fue enfrentando uno por uno, acomodando las discordias y sorteando los obstáculos.
En el 76, después de una larga ausencia, decidió volver a Tucumán en su condición de presidente. El viaje en tren fue largo y cansador y le dio tiempo para rememorar sus antiguas obsesiones. Se reencontró con su ciudad, con su hermano Eudoro, a quien hacía mucho que no veía y ambos volvieron con discreción a su padre. Eudoro casi no lo había conocido, porque cuando su madre y su abuelo lo llevaron al exilio apenas era un bebé. Por eso había recibido con agradecimiento los versos paternos que su hermano le había remitido años antes, junto a la copia del retrato dibujado por Pellegrini. El sí quería indagar en las circunstancias de Marco Avellaneda, quería saber de las injusticias, de los detalles macabros, incluso, de los amores ocultos. Y Nicolás lo dejaba.
En ese viaje, el presidente impresionó a sus comprovincianos con su oratoria desde el balcón de la casa de sus abuelos, cerca del lugar donde habían exhibido la cabeza de su padre. Habló mucho con su hermano. Porque en realidad él también sabía muchas cosas, aunque no se las reveló, ni le comentó las circunstancias en las que se había enterado de los detalles. Decidieron trasladar los despojos a Buenos Aires, y construir un mausoleo familiar en la Recoleta, del que Nicolás se ocupó apenas estuvo de vuelta.
Cuando regresó en el ‘84 por última vez a Tucumán, Nicolás ya estaba enfermo. Informó a su hermano menor los avances en el cementerio y previeron juntos los detalles del traslado. Al año siguiente murió en el mar, viajando en el vapor Congo de Europa, a donde iba con su familia, y los trámites quedaron en manos de Eudoro, que no se ocupó en serio hasta recibir una comunicación del mayor de sus hermanos vivos.
“Buenos Aires, febrero 18 de 1888
Sr. Dn. Eudoro Avellaneda
Tucumán
“Querido Eudoro, ayer llegué de Montevideo en donde permanecí veintitantos días. Fui acompañado de María, Isabel y Marco Aurelio con el principal objeto de hacer tomar baños de mar al último, que había quedado débil después de dos enfermedades sufridas.
“Me acuerdo con remordimiento que hace dos años está terminado el sepulcro de nuestro padre y aún no hemos traído su cabeza, que es lo único que conservamos de sus restos. Te pido encarecidamente que apenas recibas esta carta, mandes hacer una urna todo lo mejor que pueda hacerse cargándome su importe en cuenta, porque a mí como soy el mayor de sus hijos, me corresponde la satisfacción de hacer este gasto.
“Cuando tú vengas, puedes traer esta para nosotros preciosa reliquia hasta el Rosario, a donde iré yo a esperarte cuando me avises por telégrafo del día de tu salida de Tucumán. En el Rosario nos embarcaremos en uno de los vapores de la Carrera, y desembarcaremos en la estación del Retiro a las 8 ó 9 de la mañana y nos dirigiremos a la Recoleta acompañados de las personas cercanas en donde haremos decir una misa y depositaremos la urna. Todo se hará modesta y sencillamente con la sola presencia de personas de la familia.
“Te felicito por el examen de tus hijas y deseo que las traigas cuanto antes.
“Mamá y todos los demás buenos. Muchos besos para tus niñas y un abrazo de tu hermano.
Marco Avellaneda”
Después de terminar de leer la carta en voz alta, la señora María Inés Avellaneda de Colombres Garmendia miró a los ojos a Tomás Eloy Martínez y no dijo nada. El té se enfriaba en las tazas y la dama con una caída de ojos le transmitió que sería mejor tomarlo de una vez.
Ella congeniaba sus finos modales con un desconocimiento casi perfecto de los sucesos de la vida de Marco M. de Avellaneda, su antepasado. Tenía confusas ideas transmitidas en la familia a lo largo del tiempo, siempre dictadas por el heroísmo, pero formuladas con cuidada imprecisión. Martínez con paciencia y recordando para sí sus aprendizajes infantiles y sus posteriores investigaciones le fue contando lo que sabía, agradecido por la revelación de la carta, que ahora descansaba doblada con cuidado sobre la mesa. Lo oído esa fría tarde de invierno en aquel departamento de la calle Quintana era esencial para su pesquisa, todavía incompleta. Le permitía confirmar algunas presunciones y conocer por primera vez detalles que quizás le fueran útiles para publicar una nota en algún momento. Dudó que al cretino del director de la revista le interesara el tema, pero ya habría alguna oportunidad, pensó, pues la historia era extraordinaria.
Martínez le recordó a la señora Avellaneda de Colombres Garmendia que a principios de 1838 Marco al fin llegó a presidir la Legislatura de Tucumán, luego de haber ocupado diversos cargos. Las relaciones con Heredia nunca mejoraron del todo y la desconfianza mutua creció, aunque Marco siempre negó haber sido el inspirador de su asesinato en Lules. Aunque todo apuntaba hacia él, incluso algunas cartas, no hubo modo de comprobarlo. La historia debió fraguar el documento de su confesión final para implicarlo. La repetición hizo el resto.
Lo que más lo incriminaba fue su actividad de aquellas jornadas. Usted se imagina, señora, yendo de aquí para allá, de Tucumán a Catamarca, y preocupado por organizar todo esa trama complicada, apuró Martínez. Allí surgió la Liga del Norte, que fue una creación de Marco. El tenía la idea, Lavalle y Lamadrid pusieron las inquinas personales y las armas para contribuir al fracaso militar. En realidad hubo muchas razones para la caída. Piense nomás lo que sería trasladarse en aquel entonces, o conseguir dinero para pagar los ejércitos. ¿Más té Martínez?
Pero el que encendió la mecha fue Lamadrid. Rosas lo mandó a reclamar unas armas en el Norte y Lamadrid se dio vuelta y puso sus fuerzas a favor de las provincias contra el dictador. Lavalle ya estaba en eso. Y cometieron el error de recurrir a los franceses, que al final no pusieron casi nada. Si hasta tuvieron que organizar un banco en el Norte para intentar financiar lo imposible, pero los dejaron entrampados para la posteridad. Luchar contra el puerto era imposible. Además el pueblo no los seguía, no los apoyaba nadie, no eran populares, ni querían serlo, qué equivocación. Los doctores unitarios tenían las ideas, pero no las habían bajado a la tierra. Por eso cuando llegó el momento de la acción les fue como la mona. ¿Qué querrá decir Martínez con todo esto?, divagaba la señora concentrada en los scones y preocupada por esa mancha siniestra en la mantequera que se ponía más amarilla a medida que la manteca se ablandaba.
Marco trató de convencer a Lavalle de la necesidad de unirse a Lamadrid. Pero era imposible ya juntar esas dos personalidades y sin embargo él insistió. Pero su talante era otro. Como sería, que una noche, después de discutir con Lavalle, cuando lo fueron a buscar para pedirle una información estaba traduciendo a Byron. Martínez recitó de memoria:
“Voló entre las ráfagas el Ángel de la Muerte
y tocó con sus vientos, pasando, al enemigo:
los ojos del durmiente fríos, yertos, quedaron,
palpitó el corazón, quedó inmóvil ya siempre”.
Faltaba poco tiempo para la derrota. Se enfrentaron en Famaillá y las tropas de Oribe, mandadas por Rosas, pasaron por encima a las de Lavalle, con el cuchillo degollando a mansalva. Marco huyó de allí, en la desbandada. Pensar que unos días antes se ocupaba de Byron, se imagina usted. Pero la señora de Colombres Garmendia ya estaba pensando en ordenar que levantaran las tazas y tenía ansiedad de que Martínez se fuera para poner orden. Además, ese Byron le decía muy poco. Y Martínez había resultado ser un hombre muy raro y metido, demasiado insistidor, un periodista.
Marco Avellaneda huyó a los tropezones, como pudo, buscando a Lavalle. Iba con doscientos soldados mal vestidos y peor armados al mando de Gregorio Sandoval. Los había mandado Lavalle para escoltarlo en su peregrinar hacia el norte.
Apuraron la marcha, pero a poco de andar, Sandoval le comunicó que estaba detenido y que iban en camino del cuartel general de Oribe en Metán. Marco se sorprendió porque caía preso de las propias fuerzas unitarias, pero comprendió que la traición ya no tendría regreso y supuso que era previsible porque la Liga del Norte se disgregaba. Pensó en su familia que marchaba por orden suya hacia Bolivia. Calculó que ya estarían libres del peligro de ser apresados, si su padre y su esposa habían conducido a los niños con la suficiente premura.
Con resignación se dejó llevar al cuartel enemigo, donde lo esperaban Maza y Oribe. Tras la organización de una parodia de juicio sumario le tomaron declaración, queriendo sacarle que había sido el instigador del crimen de Heredia en el 38 y le pasaron un papel con sus dichos para que lo firmara.
Una vez que los leyó y dio su conformidad al pie, Maza, designado por Oribe para la diligencia, nombró a un tal Agüero como secretario. El escriba, debajo de la firma de Avellaneda, agregó un párrafo para asegurar la incriminación en el asesinato de Heredia, pero nadie rubricó al pie. La operación fue suficiente para que cuando Oribe mandó la declaración a Rosas, se la publicara en La Gaceta Mercantil con las firmas reproducidas al fin del documento como si todo hubiera sido contestado por Marco.
Muchos historiadores, Saldías, Irazusta, José María Rosa, Vicente Sierra, repitieron el documento y descontaron la existencia de un proceso judicial para la ejecución, sin ir a consultar el original en el Archivo de Tucumán y comprobar la manipulación, que se completó con algunos párrafos del original omitidos para su publicación en la prensa. ¿Más té? Quizás enseguida, se apuró a contestar Martínez interesado en su propio relato.
***
Tomás Eloy Martínez apreció que la señora Avellaneda de Colombres Garmendia lo hubiera invitado y le leyera la carta, pero no alcanzó a percibir que la gentil dama estuviera hastiada de hablar de temas que nunca le habían interesado. Ella estaba más preocupada por los lustres de las inofensivas genealogías de sus antepasados que por las infames circunstancias de sus vidas.
Por eso, ante las incómodas toses de su anfitriona, pidió, ahora sí, con plena inconsciencia de la inoportunidad, otro té. La campanilla sonó y en pocos minutos una mucama de rasgos aindiados y delantal azul con detalles y cofia blancos dejó una taza humeante sobre el delicado mantel de encaje. Al fondo, un reloj de pie en caja de caoba dio apenas las seis y media de la tarde.
Alguna vez habrá sentido hablar de las circunstancias de la muerte de Marco. Le juro que no, Martínez. Pero qué extraño, en Tucumán lo estudiábamos una y otra vez, porque en aquellos años era un héroe para nosotros y no dejábamos tarde sin pasar por el monolito que recordaba en la plaza el lugar donde quedó clavada la cabeza. Sandoval quiso quedar bien con Oribe entregándolo. Pocos meses después lo fusilaron a Sandoval, porque del otro lado siguió siendo un traidor. Eso no se olvida. Cuando Oribe abrió la carta diciéndole que le traían a Marco Avellaneda se restregó las manos y pensó las palabras exactas para comunicar a Rosas lo que tenía preparado. Cuando Maza recibió a Marco se lamentó con cinismo de que un joven tan brillante hubiera tomado por el mal camino. Marco le contestó que la libertad había muerto y que podían hacer con él lo que quisieran. Después de la parodia de la declaración mataron a los seis prisioneros de la misma manera. En realidad a los otros cinco los eliminaron para poder quedarse con la cabeza de Avellaneda en medio de la confusión.
Martínez hablaba con respeto, como si se estuviera refiriendo no a un muerto ya perdido en un pasado remoto, sino a alguien presente. Seis soldados con sus cuchillos les cortaron la cabeza estando de pie. “Violín y violón” llamaban los rosistas a este ritual salvaje o “la refalosa”, como la conocían todos por el resbalón en el charco de sangre. Los cuerpos cayeron, el libro de mi infancia repetía la declaración de un testigo de la matanza. Martínez hizo una pausa, disponiéndose a recordar con los ojos cerrados y no alcanzó a ver el gesto de desagrado de la señora Avellaneda de Colombres Garmendia, no acostumbrada a que un extraño le hablara de temas tan íntimos y tan procaces con semejante naturalidad.
Sin abrir los ojos y después de dejar que en el aire se dibujara la inminencia de una revelación, Tomás Eloy Martínez volvió a la carga. Los cuerpos se derrumbaron, el de Avellaneda, con la cabeza completamente separada se afirmó en las manos apenas cayó y estuvo un largo rato como quien anda a gatas. Mientras tanto, la cabeza separada y tomada por un soldado de los cabellos hacía las más extrañas gesticulaciones: los ojos se abrían y cerraban girando de izquierda a derecha y viceversa y echando de frente, sin apagarse mientras el labio inferior se colocaba muchas veces debajo de los dientes con un movimiento natural y poco forzado como cuando la ira nos hace contraer la boca. La cabeza vivió de ese modo doce minutos y el cuerpo después de estar inmóvil unos instantes, presentó otros signos de vitalidad. Un capitán allegado a Oribe, brasileño por supuesto, uno de sus hombres más feroces y carniceros, sacó un cuchillo y observando la blancura de la espalda del muerto dijo: de ese cuero, quiero una manea, y cortó una lonja del largo del cuerpo del decapitado, señaló la piel, haciendo correr por el lomo lentamente el cuchillo afilado. El cadáver sin cabeza se enderezó nuevamente apoyado en las palmas de las manos y, hasta donde le es posible a un hombre vivo levantarse en esa actitud, se mantuvo por más de tres minutos, finalmente el brasileño corrió el cuchillo y sacó la lonja. El cuerpo ya no se movió. Después de sobada la manea se la quisieron regalar a Oribe, pero no la aceptó. Años después, Sarmiento la buscó en Montevideo cuando se enteró de que la tenía Benigno Oliden, jefe político de Maldonado. La quería mandar al museo de París, para avergonzar a los sostenedores de Rosas, pero no la encontró.
La carraspera de la señora Avellaneda de Colombres Garmendia sacó a Tomás Eloy Martínez de su trance. Al abrir los ojos percibió que algo no andaba bien y trató de imaginar qué era lo que había pasado, pero la dama volvió a acomodarse y Martínez aprovechó para dar un largo sorbo al té, que ya estaba frío. Ambos se quedaron en silencio, hasta que la mucama entró y preguntó a la señora si quería que prendiera alguna luz, pues estaba oscureciendo.
Mientras bajaba por el ascensor del señorial edificio, Tomás Eloy Martínez intentó reconstruir lo sucedido y tuvo enormes dudas. Comprendió, pensando en la frialdad y la prisa del saludo de su anfitriona que por suerte no había llegado a escuchar la parte final del relato. Esos detalles no estaban, es cierto, en su libro de infancia, pero él había logrado reconstruirlos buscando en otros libros. El cuerpo de Marco Avellaneda había sido descoyuntado, al igual que los de sus desafortunados acompañantes, pero se habían ensañado sobre todo con él. Los degolladores jugaron con los pedazos. Muchos, como una gracia, fueron a tirar cerca de las mujeres, para asustarlas, un pie, una mano, una pierna, un brazo o el miembro viril de Avellaneda. Entre risotadas frieron maíz con grasa humana y luego mandaron la cabeza al general Oribe, quien esa misma noche, en compañía de Maza, la acomodó en un cajón con cal y la despachó a Tucumán para que la clavaran en una pica en la plaza pública a la altura de un hombre.
La misma tarde que Nicolás Avellaneda recibió la visita de Tiburcio García con el apreciado regalo del retrato de su padre lo mandó a buscar para charlar sobre cosas del pasado. Nicolás prefería no acordarse, pero esta vez los objetos recibidos le habían removido viejos rencores y dudas y no pudo contenerse de hablar con aquel aparecido. La discreción del visitante lo persuadió de concretar la entrevista.
García ya tenía todo preparado para viajar a Tucumán al día siguiente así es que evaluó como muy provechosa la perspectiva de ver al ministro. A pesar de que podía ser su hijo, lo consideraba con admiración, pues no le pasaba desapercibido que desde los fondos de un destino ingrato había llegado a los primeros planos del país. Por eso la invitación lo puso muy contento y gastó buena parte de su tiempo en acondicionar su raído traje para el encuentro.
Apenas llegó fue recibido por Nicolás que esperaba ansioso.
–Me gustaría, señor García, conocer algunos detalles del pasado y usted es un testigo primordial de aquellos tiempos de oprobio que le costaron la vida a mi padre.
–Será un gusto para mí contarle todo lo que sé, que no es mucho.
–Iré al grano para no hacerle perder su tiempo. Una y otra vez mi madre me ha relatado los detalles que a ella le contaron de las crueles circunstancias del asesinato. Pero su relato siempre se apaga cuando intento avanzar sobre el destino de los restos del cuerpo degollado y mutilado. Mi madre, con evidente incomodidad, cierra su relato diciendo que personas leales rescataron la cabeza y le dieron cristiana sepultura. Pero, usted sabe, siempre se cuentan historias y ha llegado a mí la que incluye a su hermana, doña Fortunata, que incluso tiene varias versiones. Por lo cual me gustaría saber la suya.
–Trataré de ser breve, Nicolás. Mi hermana siempre tuvo en alta estima a su padre, diría que estuvo secretamente enamorada de él. Era una buena mujer y vivió muchos años recluida dedicada a rendir culto a la memoria venerada. Pero su discreción le impidió mostrar algún sentimiento, si los tuvo, salvo por los hechos que le voy a relatar. Quizás sea correcto aclararle que los posibles amores de mi hermana con su padre son anteriores al casamiento con su señora madre. También debo decir que ella siempre fue fiel al señor García, su esposo. Cuando su padre fue muerto ya era viuda y tuvo que recibir en su casa a un militar enviado por Oribe, al comandante Carballo, que se hizo cargo de la plaza de Tucumán. Su llegada fue al día siguiente que los bárbaros habían clavado en una pica la cabeza de don Marco en la plaza. Pronto la lluvia y el sol comenzaron a corromperla. Fortunata se acercaba a diario a mirarla y lloraba en soledad. Ella nos contó después sus sentimientos cuando la miraba. Poco a poco fue convenciendo al comandante Carballo para que consintiera en sacar los despojos del escarnio público, pero el hombre tenía miedo de Oribe, asentado en la ciudad para ese entonces. Se dijo después, incluso, que ella sedujo al militar, pero eso es una canallada. Pasados quince días y cuando Oribe salió de la ciudad, Carballo accedió una noche a ayudar a Fortunata relajando la guardia. Ella, sola, convencida, tenaz, se desplazó entre las sombras y bajó la cabeza, a la que guardó en un paño y llevó a su casa. Los vecinos habían empezado a poner quejas por el mal olor, así es que nadie se quejó por la desaparición. Mis otras dos hermanas, Visitación y Rita, acompañaron a Fortunata esa noche, pero ella no les permitió ayudarla en el lavado de los despojos. Una vez que la cabeza estuvo acondicionada la perfumó y recién ahí las dejó entrar a su habitación, que según ellas cuentan olía a azahares, pero apenas pudieron ver un cofre cerrado. Sólo las hermanas supieron el destino de la cabeza. Se dijo que le dieron sepultura, incluso que la inhumaron debajo de un cuadro en la Capilla del Señor. Dios sabe que esas mujeres guardaron el secreto. Fortunata fue enfermando, pero antes dejó instrucciones escritas para todos nosotros. Las mías fueron cumplidas hoy. ¿Sabe usted que desde hace un largo tiempo vivía encerrada y sólo atendía a sus hermanas pero sin dejarlas entrar a su habitación? De hecho sólo volví a ver su querida cara cuando la velamos. Estaba envejecida, chupada, pero tenía un rostro plácido, aunque con un leve gesto sufriente. Esto que le cuento es todo lo que sé.
Después de aquella charla, la única noticia que tuvo Nicolás de Tiburcio García fue una carta llegada pocos días después donde le informaba que Visitación y Rita habían hecho llegar a Eudoro Avellaneda el cofre con la cabeza de Marco M. de Avellaneda. Según lo dispuesto por su hermana Fortunata el acto se debía concretar mientras él cumplía con su tarea en Buenos Aires. La carta llegó el mismo día que la comunicación de Eudoro, donde con sentidas palabras le anunciaba que se había producido un milagro. Treinta años después de la tragedia habían recobrado la cabeza de su padre para poder sepultarla.
***
Tomás Eloy Martínez anduvo mucho tiempo con el cuadro vivo del lavado de la cabeza de Marco M. de Avellaneda clavado en la imaginación. Estimaba el amor de Fortunata sopesando que hubiera cumplido con el rito de perfumarla antes de depositarla en el cofre. Conoció el relato por sus maestras y cuando fue más grande recorrió con avidez las páginas de Sal días buscando los rastros del organizador de la Liga del Norte.
A comienzos de 1989 encontró en el Archivo de Protoco los de Sevilla, a donde había ido a dar unas conferencias sobre los cuentos de Faulkner, una carta de Visitación García, hermana de doña Fortunata, que cuenta el verdadero final de esta historia. Dirigida a la otra hermana, Rita García, está fechada en mayo de 1871, poco después de la muerte de la heroína y Martínez pensó que su contenido hubiera escandalizado a la señora María Inés Avellaneda de Colombres Garmendia. Leyó y experimentó un estremecimiento cuando se asomó sin esperarlo al fondo de su investigación: “Debes saber, Rita querida, que Fortunata no quiso separarse en todos estos años de los restos del prócer. Un tiempo largo ha tenido en su dormitorio, donde no dejaba entrar a nadie, el cofre con los despojos. Después, a medida que la enfermedad la desconsolaba, se ha ido llevando la cabeza a la cama y quedándose con ella para jugar como si de una muñeca se tratara”.