Charlotte, Emily y Anne Brontë son tres de las más importantes escritoras del romanticismo inglés. Sus novelas describieron una sociedad atravesada por el infortunio, la enfermedad y también por el amor, que muchas veces resultaba tan desafortunado como una enfermedad.
El reverendo Patrick Brontë era oriundo de Irlanda; su apellido, en griego, significa “trueno” y, al parecer, el reverendo hacía honor a su nombre.
Hombre severo, rígido e inflexible, su hogar fue la casa parroquial de Haworth, donde crió a sus cinco hijas y a un varón, fruto de su unión con Mary Branwell, quien murió a los 38 años de la misma enfermedad que destrozaría a su familia y a tantas en el mundo: la tuberculosis.
Ante la muerte de la madre, el reverendo Brontë decidió enviar a sus hijas a un internado, como esos que describiría Dickens en sus novelas: lugares lúgubres, despiadados y de una severidad espartana, casi perversa.
En ese internado murieron las dos hermanas mayores de las Brontë, Mary y Elizabeth, también de tuberculosis.
De regreso en su hogar, las tres restantes y el varón quedaron al cuidado de su tía Elizabeth y se dedicaron a escribir, pintar, leer… buscando dejar atrás tanto dolor. Desarrollaron una vívida imaginación para escapar de esos páramos desabridos, cercanos a la iglesia de Haworth donde vivían.
Todos creían que Branwell, el único varón, estaba destinado a destacarse, pero se perdió en el alcohol y el opio, y falleció –como todos– de tuberculosis.
Se estima que la tuberculosis era, a mediados del siglo XlX, la responsable del 20% de las muertes. Le decían la “ladrona de la juventud” o “la peste blanca”.
Su agente causal, el Mycobacterium tuberculosis, fue descubierta en 1882 por el profesor Robert Koch, aunque los primeros tratamientos efectivos con antibióticos fueron desarrollados a mediados de 1950.
Muchos creen que la tuberculosis es una enfermedad del pasado, pero se estima que más de diez millones de personas en el mundo la contrajeron en el 2023, y que al año mueren más de 1.5 millones de personas por su causa.
Charlotte, Emily y Anne crecieron alejadas de los parámetros victorianos. No estaban interesadas en las tareas del hogar; solo les gustaba leer y escribir.
El único camino que veían para ganarse la vida era enseñar… pero antes de dedicarse a la docencia como institutrices, entre las tres editaron un libro de poemas usando seudónimos masculinos para evitar prejuicios machistas. Aun así, solo vendieron tres ejemplares.
Entonces decidieron dedicarse a escribir por separado (aunque muchas veces colaboraron entre ellas, corrigiéndose y aconsejándose).
El año 1846 fue el año consagratorio para las hermanas: Charlotte escribió Jane Eyre, Emily Cumbres borrascosas y Anne Agnes Grey.
Lo que llamó la atención de los relatos –también publicados con seudónimos masculinos– fue la fuerza de los personajes femeninos: inteligentes, rebeldes y, hasta podría decirse, desprejuiciados.
Anne solía decir que la vida podía ser dura y despiadada, “pero siempre hay algo hermoso para descubrir en ella”.
Las jóvenes descubrieron la fama, pero eso no evitaba que la tisis amenazase sus vidas.
Mientras las niñas describían sus sueños, el reverendo Brontë escribía esos sermones que hacían temblar a sus feligreses con la promesa de furibundos castigos divinos … como el pecado de ser católicos, apostólicos y romanos, que para el reverendo era una amenaza peor que Satanás.
En septiembre de 1848 murió Branwell víctima del alcohol y el opio que consumía como evasión, mientras la tuberculosis consumía sus pulmones.
Durante su entierro, Emily se resfrió, pero no buscó asistencia médica. En diciembre, mientras alimentaba a los perros de la casa, cayó y no pudo levantarse. Pasó varias horas a la intemperie, a pesar de sus lamentos.
La joven Emily, aunque se sabía condenada, tuvo las fuerzas para vestirse y sentarse frente al fuego. Comenzó a peinarse, pero sin fuerzas para continuar, cayó en el sofá. Recién entonces dijo: “Charlotte, si llamas a un médico ahora, lo veré”.
Solo dos horas más tarde, la autora de ese libro en el que describió las cumbres borrascosas que rodeaba su hogar –y donde habían sufrido sus personajes ficticios – fallecía Emily, antes de cumplir los 30 años.
Charlotte escribió que ese había sido el momento más oscuro que le había tocado vivir… lo que no es poca cosa viniendo de alguien como ella.
La gentil Anne, reconociendo en sí misma los síntomas y signos que había visto en Emily, pidió ver a un médico, aunque sabía –todos sabían– que su futuro estaba sellado.
Entonces pidió un último deseo: ver el mar. Charlotte y su tía Ellen la llevaron en un carro tirado por una mula, pero primero pasaron por una iglesia. Anne era la más creyente de las tres y pasó horas allí, rezando.
Al día siguiente llegaron a la playa de Scarborough, donde pidió quedarse acostada mirando al mar.
Falleció a las 14 horas, la misma hora a la que Emily había cerrado sus ojos para siempre. Anne, a diferencia de Emily –que había sufrido una angustiante agonía–, lo hizo con una paz sorprendente, convencida que se dirigía hacia una vida mejor.
Emily fue enterrada en la capilla de Haworth mientras, Anne yace en el cementerio de Santa María, en Scarborough.
Durante los cinco años siguientes, Charlotte vivió con su padre. En 1854 se casó con Arthur Bell Nicholls, un joven predicador anglicano. El matrimonio apenas duró 9 meses. Se dice que Charlotte falleció de un enfriamiento que agravó su afección pulmonar. El diagnóstico de muerte dice solo: “tisis”.
Sin embargo, durante los primeros meses de embarazo sufrió náuseas y vómitos severos. No toleraba bebidas ni alimentos, a punto tal que un día su marido la encontró arrodillada junto a su cama. Apenas tuvo fuerzas para susurrar: “¿Acaso voy a morir? No nos va a separar, hemos sido muy felices”.
Esa felicidad llegó a su fin el 31 de marzo de 1855, solo tres semanas antes de cumplir 39 años.
¿Acaso Charlotte fue una más de las Brontë que murió de tuberculosis?
Lo más probable es que haya sufrido una hiperémesis gravídica, vómitos incontrolables que, agregados al debilitamiento generalizado, la llevaron a este deterioro final.
“La vida no es un cuento de hadas; si quieres un final feliz, tendrás que escribirlo tú misma”.
Pero ni Charlotte, ni Emily, ni Anne tuvieron tiempo para escribir ese final feliz.