En su famosa novela Cien años de soledad, Gabriel García Márquez cuenta:
Una tía de Úrsula casada con un tío de José Arcadio Buendía tuvo un hijo que pasó toda la vida con unos pantalones englobados y flojos y que murió desangrado después de haber vivido cuarenta y dos años en el más puro estado de virginidad, porque nació y creció con una cola cartilaginosa en forma de tirabuzón y con una escobilla de pelos en la punta. Una cola de cerdo que no dejó ver nunca a ninguna mujer y que le costó la vida cuando un carnicero amigo le hizo el favor de cortársela con una hachuela de destazar. José Arcadio Buendía con la ligereza de sus diecinueve años resolvió el problema con una sola frase: “No me importa tener cochinitos, siempre que puedan hablar”
Y hablar pudieron.
El último descendiente del Coronel Aureliano Buendía no fue el único ser al que Dios dotó de cola, sin que pesasen sobre estas criaturas las maldiciones del gitano Melquíades. El homo caudatus —al decir del doctor Samuel Johnson— no fue un producto de la imaginación de García Márquez, sino personas que despertaron las más extrañas hipótesis y fantasías, como la posibilidad de que tribus enteras luciesen entre sus piernas ese resabio evolutivo.
Desde los tiempos de Plinio y Ptolomeo, extensas zonas de ignotas geografías se creían habitadas por estos engendros con cola. Marco Polo y John Mandeville hicieron minuciosas descripciones de extraños seres caudados que habían conocido durante sus viajes por remotos parajes del Asia. Unos cronistas sostenían que eran descendientes de los bastardos que Constantino el Grande diseminó por su imperio. El gran doctor William Harvey aseguraba que existían en la isla de Borneo.
El famoso George Buffon y el celebérrimo Linneo creían a pie juntillas en estos seres de extraordinario trasero, especialmente después de que el capitán sueco Nils Matsson Kiöping describiera sus aventuras entre los nativos de la isla de Nicobar. Según el testimonio del sueco, esta isla estaba habitada por espantosos individuos dotados de colas “como las de un gato”, que se dedicaron a saciar su voraz apetito con algunos miembros de la tripulación del atribulado capitán. Linneo estaba tan convencido de su existencia que apadrinó la tesis de uno de sus discípulos, el ruso Christian Hoppius, donde relata la existencia del homo caudatus, como testimonio elocuente de la evolución entre los monos y el homo sapiens.
Curiosamente la idea del hombre con cola encendía la imaginación tanto de científicos como legos que escribieron largos artículos relatando sus encuentros con estos peculiares individuos. La mayoría de las veces estos textos conducían a África, donde un pueblo de hombres de color y con rabo vivían en lo más profundo de la selva, alejado de miradas indiscretas. Frederick Horniman los llamaba Jem Jem y afirmaba que se dedicaban a la antropofagia. El explorador francés Francis Laporte de Castelnau usó otro nombre onomatopéyico para denominarlos: los Niam Niam. Salvajes y esquivos, ni siquiera podían ser sometidos por los más brutales traficantes de esclavos.
Dejando de lado esta literatura pseudocientífica, existen fehacientes relatos médicos sobre individuos dotados de cola sin que estos perteneciesen a ninguna tribu en particular ni secta siniestra en especial. Tampoco fueron voraces caníbales, ni frutos incestuosos, víctimas de maldiciones divinas . Ambroise Paré, el famoso cirujano francés, describió hacía 1573, en su tratado sobre monstruos y prodigios, dos criaturas con cola a las que diferenció, de acuerdo a su aspecto, en “niño-perro” y “hombre cerdo”. El papa Alejandro VI, el Papa Borgia, consideró la presencia de estos individuos con cola como la de Lucifer como un signo inequívoco de malos presagios (que, si ocurrieron, pasaron inadvertidos entre todos los desastres propios de su época de los que este pontífice no fue ajeno).
Voltaire describió a una mujer que se ganaba la vida no solo luciendo una vistosa y sedosa cola, sino exhibiendo también sus cuatro mamas, asociación infrecuente que concitaba la atención del público y de la Santa Inquisición, siempre atenta a estos estigmas diabólicos. No quedó consignada la suerte de la dama en cuestión.
Fenómenos y malformaciones
Este fenómeno del hombre caudado no es parte de un síndrome en especial, aunque generalmente muchos de estos casos se asocian con otras malformaciones de la columna vertebral (cierres imperfectos de las estructuras de la columna sacrolumbar).
En 1901, el doctor Ross Harrison, de la Universidad Johns Hopkins, extirpó uno de estos apéndices de un niño de un año. Examinado al microscopio, la cola estaba conformada por tejido muscular dotado de vasos e inervación, pero sin cartílago ni hueso.
En 1903, un niño de la India que lucía una cola de diez centímetros se rehusó a que se la removieran ya que planeaba aumentar sus magros ingresos a expensas de su exhibición.
Aunque su extirpación no debería traer ningún peligro, en un número del Medical Journal of Australia de 1884, se relata la muerte de un joven después de la resección de este apéndice, coincidiendo con la desdichada suerte del descendiente de José Arcadio Buendía.
Hacia 1866, el biólogo alemán Ernst Haeckel expuso su teoría de la recapitulación, según la cual todo ser reproduce durante su desarrollo embrionario los pasos previos de la especie a lo largo de la evolución. Haeckel lo puso en pocas palabras: la ontogénesis reproduce la filogénesis. Es decir que todos hemos tenido cola durante la sexta semana de gestación sin ser descendientes de los Buendía ni del demonio. A la octava semana de vida intrauterina, desaparece, aunque no por ello, el mundo deja de parecerse a Macondo.
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