Las luces y sombras del Sr. Händel

Georg Friedrich Händel es el mejor compositor que ha existido nunca. Y no es que lo diga yo, sino Ludwig van Beethoven, quien conoció la música del maestro alemán afincado en Londres durante los conciertos organizados por el barón van Swieten en Viena. Y no fue esta una expresión de admiración juvenil. En 1802, año en el que escribió su trágico “Testamento de Heiligenstadt” –cuando no le quedaba más remedio que aceptar su sordera y su crisis existencial– Beethoven, volvió a alabar a Händel: “Ve y aprende de él cómo conseguir grandes efectos con pocos instrumentos”. Después de haber estudiado por años sus composiciones, Beethoven encontró en Händel el equilibrio perfecto entre forma y expresividad.
En obras como “La consagración del hogar”, la “Missa Solemni” y hasta en su “Novena Sinfonía”, se aprecia la influencia de Händel. Beethoven adoptó su técnica y estilo, traduciéndolos a un lenguaje romántico.
Quizás, y solo quizás, Häendel también haya ejercido sobre Beethoven cierta fascinación por la sorprendente forma de superación que Georg Friedrich tuvo ante la enfermedad, que no limitó su productividad, sino que, de una forma sutil, se convirtió en una fuente de inspiración, ¿quién sino alguien que cae en las tinieblas de la ceguera puede buscar en la historia de Sansón un modelo para expresar el temor a perder la luz de sus ojos?
Y como si todos los elogios citados de Beethoven no hayan sido suficientes, para no dejar dudas de su admiración incondicional, dijo: “Descubriría mi cabeza y me arrodillaría en su tumba” (que se encuentra en Westminster Abbey, junto al Rincón de los Poetas, Issac Newton, Darwin y demás celebridades británicas).
Händel había nacido en Halle, Alemania, el 23 de febrero de 1685, pero pasó la mayor parte de su vida, y especialmente sus años más productivos, en Londres. Allí se nacionalizó inglés en 1727 y, con el tiempo, compondría el himno de Gran Bretaña “God save the King” (curiosamente, inspirado en una composición francesa para celebrar la recuperación exitosa de una cirugía de fistula anal que padeció Luis XIV de Francia).
Podríamos llenar páginas y páginas sobre la extensa obra de Händel, pero nos vamos a concentrar en la enfermedad que lo atormentó los últimos 20 años de su vida. Sus padecimientos tienen una fecha cierta de comienzo: el 13 de abril de 1737, después de haber revisado su oratorio llamado “El triunfo del tiempo y la verdad” (¿acaso el esfuerzo para que triunfe la verdad le ocasionó este padecimiento? –un comentario diletante, pero que no puedo evitar–.
Los periódicos de Londres comentaron la indisposición de Händel “debido a un trastorno paralítico y al presente no logra usar su mano derecha, que de no recuperase, privará al público de sus finas composiciones”.
Lord Shaftesbury, en la extensa biografía del compositor, describe “la gran fatiga y desgano asociado a una parálisis que ha afectado a cuatro dedos de su mano derecha, impidiendo interpretar música y, en ocasiones, este trastorno parece haber afectado también su intelecto”.
Sin embargo, una temporada en los baños termales de Aix-la-Chapelle a lo largo de seis semanas obró milagros en el compositor. Era lo que los médicos ingleses llamaban “take the waters”, una hidroterapia recuperadora. A tal fin, la aristocracia británica se reunía en la ciudad apropiadamente llamada Bath, donde no solo recuperaban su salud, sino que se ponían al día de los dimes y diretes de la sociedad.
Pero Händel decidió ir a Francia y retornó con un nuevo fragor musical que volcó en la ópera “Faramondo”.
En 1743, Charles Jennens quien escribió los textos de los oratorios “El Mesías y Saul”, comunicó una repetición del ataque de parálisis, esta vez acompañado por una afección “del lenguaje y el entendimiento”. Sin embargo, una vez más Händel se recuperó y sorprendió a sus seguidores con el “Dettingen Te Deum”.
El 13 de febrero de 1751, mientras escribía el segundo acto de “Jephtha”, perdió súbitamente la visión del ojo izquierdo por unos minutos (fenómeno conocido como Amaurosis fugaz), tiempo suficiente para darle un gran susto.
Un año después, sufrió otro ataque cerebral, pero esta oportunidad el ojo afectado fue el derecho. El diagnóstico del Dr. Samuel Sharp fue bastante preciso para las limitaciones diagnósticas de su tiempo. Según este oftalmólogo (el primero en hacer una extracción extracapsular de catarata), Händel padecía una “Gutta serena”, la expresión utilizada para describir una amaurosis en la que el globo ocular parece normal; es decir, no estaba congestionado, ni tenía signos de inflamación y no se veía una pupila blanca.
Ergo, la ceguera de Händel no obedecía a problemas oculares, sino que era una alteración de la vía óptica. A pesar de esta limitación, continuó su carrera como compositor, aunque cayó en un pozo depresivo.
Los retratos que se conservan de Händel muestran un hombre corpulento, y todos lo describen como amigo de la buena mesa. No solo buena y bien regada por Oporto y vino, sino abundante. Estos excesos sugieren que podría padecer alguna dislipemia, hipertensión y hasta diabetes, afecciones que justifican estos accidentes vasculares con parálisis, afasia y amaurosis .
Otros autores barajan la posible intoxicación por plomo ya que su vajilla era de ese metal tóxico.
También dicen que era propenso a los ataques de ira y se comportaba de forma bastante agresiva, como cuando una diva italiana, Francesca Cozzoni, no quiso cantar el aria final de su ópera “Ottone”. Händel, después de tildarla de endemoniada, se autoproclamó Belcebú y, descontrolado, el autor intentó tirarla por una ventana.
Al escuchar sus obras se hace evidente en su música los altos y bajos, los contrastes de los fuegos de artificio o la melancolía del “Lascia ch’io pianga”. ¿Estamos ante un bipolar o Händel sufría una depresión reactiva?
En busca de una solución a su problema visual, se dejó llevar por las promesas de una pronta curación por uno de los oftalmólogos con peor prensa de la historia, el Chevalier John Taylor, quien se anunciaba como el oculista del Papa y de cuánto monarca europeo se le pasará por su cabeza de mitómano.
Taylor era un cirujano itinerante que se paseaba por Europa con una carroza pintada con ojos, promoviéndose como una eminencia que había curado a nobles, prelados y personas famosas. En 1758, Händel se puso en manos de Taylor sin saber que su coetáneo Johann Sebastian Bach había sido operado de catarata; por el mismo Chevalier con resultados desastrosos que asistieron al desenlace final de su vida.
Los resultados en el caso de Händel tampoco fueron muy auspiciosos, y solo pudo seguir componiendo gracias a la colaboración de su discípulo y amanuense John Christopher Smith, quien transcribía su música.
El 11 de abril de 1759, condujo por última vez la orquesta del Covent Garden Theater en una representación de “El Mesías”. Al día siguiente, un accidente vascular masivo puso fin a sus días.
Así concluyeron los días de uno de los compositores más prolíficos de la historia, uno genio que superó la adversidad y nos dejó una obra excelsa y una frase para pensar: “Les pido perdón si solo los entretuve. Me interesaba ayudarlos a ser mejor”.

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Esta nota fue publicada en LaPrensa

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