“La música puede emprenderlo todo, entenderlo todo, atreverse a todo y pintarlo todo”
Ravel
Desde 1927, los amigos de este músico, nacido en 1875, estaban muy preocupados por el progresivo cansancio de Ravel, el más grande compositor francés del siglo XX, creador de algunas de las páginas más bellas del postromanticismo francés. De hecho, por sus méritos, fue nominado para la Legión de Honor, pero la rechazó.
Mientras componía su sonata para piano y violín, se quejó de “anemia cerebral y amnésica”. No era nueva esta sensación; en 1912 le había confesado al compositor inglés Ralph Vaughan Williams que la ejecución de piezas como “Dafnis y Cloe” lo dejaban agotado, en un estado lamentable.
Ese año debió volver a Francia para tratar lo que en esa época llamaban “neurastenia” ( hoy se llamaría stress, afección tan proteiforme como la neurastenia) bajo la supervisión del Dr. Louis Pasteur Vallery-Radot, un célebre internista que le recomendó reposo (en esa época o se curaba descansando o tomando las aguas y respirando el aire puro de la montaña). Al parecer, el consejo fue efectivo, porque Ravel viajó a Estados Unidos. La gira resultó un éxito, a punto tal que George Gershwin, el más conocido autor americano de jazz y blues, le pidió ser su alumno. Sin embargo, Ravel lo rechazó. Temía contaminar el estilo de Gershwin.
Ravel regresó triunfal, trayendo además del esbozo del “Bolero”, que le dedicó a su amiga, la bailarina rusa Ida Rubinstein. Esta composición lo llevaría a ocupar un lugar permanente en el repertorio mundial.
Desde 1928 a 1931 trabajó simultáneamente en la composición de un concierto para mano izquierda a pedido de Paul Wittgenstein, un pianista austriaco que había perdido su brazo durante la Primera Guerra. También trabajo en el concierto para piano en sol mayor. Con varios amigos se quejó de la demora para entregar su trabajo por su somnolencia y “porque me han recomendado reposo completo, ya que me dan inyecciones endovenosas” (nunca aclaró qué le daban).
En el interín, recibió el doctorado honoris causa de la universidad de Oxford.
El 9 de octubre de 1932, Ravel sufrió una lesión en un accidente automovilístico en París y, aunque las heridas fueron leves, permaneció inactivo por tres meses (algunos especialistas relacionan este accidente con el desenlace final del autor, pero, como vemos, sus quejas venían de largo tiempo antes). Un año más tarde, rechazó hacer un provechoso tour por Rusia argumentando problemas de salud.
En junio del 33, durante unas vacaciones en la Costa Azul, debió ser internado al haber perdido la coordinación motora. Le resultaba imposible nadar. En una carta a unos amigos les describió su cuadro clínico: “Me siento confuso, mi presión arterial es baja, la urea está lo suficientemente alta para alarmar a mi médico, pero la anemia cerebral persiste. Medicación: una cantidad de píldoras que no recuerdo. Espero que en un mes esto se acabe”.
En noviembre del 33 dirigió su “Bolero”; fue la última vez que actuó en público. En febrero del 34 accedió a ser internado en la clínica Mon Repos, cerca de Vevey, pero su estado empeoró; apenas podía escribir y su letra era indescifrable.
Manuel Rosenthal, su discípulo predilecto, describió su grosera incoordinación motora, los movimientos oculares anómalos, dificultad en la lectura e imposibilidad de comunicarse (afasia). Sin embargo, y para mostrar al mundo que aún estaba vigente, Rosenthal le propuso orquestar su ballet “Don Quijote y Dulcinea”, que solo estaba escrito para piano. Rosenthal orquestó la obra bajo la supervisión de Ravel. Es decir, que a pesar de sus problemas, podía analizar la música, sus defectos y sus tiempos.
En febrero del 35 viajó a España con su amigo, el escultor Leon Leyritz. Después fue a Suiza y permaneció en su casa de Montfort-l’Amaury, donde salía a pasear por el bosque sin extraviarse; aún conocía cada sendero.
Sin embargo, durante los conciertos a los que asistía y, aún ante la cálida recepción del público, permanecía apático, no hablaba con nadie. Colette, la célebre escritora, lo describía como “un hombre a punto de desintegrarse”.
A veces el músico estaba irascible y otras veces parecía desesperado por su deterioro . “¿Por qué me pasa esto a mí?”, le preguntaba una y otra vez a Colette.
En 1936 fue atendido por el célebre neurólogo francés Teófilo Alajouanine, quien le diagnosticó “afasia de Wernicke sin hemiplejía, pero con apraxia motora”. Al neurólogo le llamó la atención que, si bien le era imposible a Ravel componer música captaba el ritmo y el contrapunto (como había explicado Rosenthal). Le costaba leer una partitura, aunque podía tocar de memoria sus composiciones y hasta cantarlas.
En 1936 no había tomógrafos (el primero llegó a la Argentina en 1977) y todos los diagnósticos se hacían por clínica neurológica. En el caso de Ravel, el cuadro clínico era difuso; no había un solo foco, no parecía una lesión focalizada. Si era un tumor, ¿dónde estaba?
Eran tiempos heroicos de la neumoencefalografía; se inyectaba aire por la espina dorsal para usarla como contraste en una radiografía. Los neurocirujanos Thierry de Martel y Clovis Vincent le hicieron varios estudios (que no carecían de riesgo) y al final decidieron hacer una craneotomía como cirugía exploradora. Era esta una práctica frecuente entonces, ese “abrimos para ver”… Y lo que vieron eran lo que suponían: hallaron una atrofia cerebral difusa.
El postoperatorio fue complejo, con hipertensión endocraneana, meningismo (dolor de cabeza y rigidez en el cuello) y falta de control de esfínteres. Ravel murió 10 días más tarde, el 28 de diciembre de 1937, sin diagnóstico porque no se hizo autopsia.
En opinión de Alajouanine, Ravel padeció algún tipo de atrofia cerebral (¿demencia frontotemporal?) que no era Alzheimer (porque conservaba la memoria) y que probablemente haya tenido un componente vascular.
Visto en perspectiva, su famoso “Bolero”, repetitivo, rítmico, in crescendo, “un experimento muy especial y con una dirección limitada”, puede haber sido una expresión inicial de este reblandecimiento cerebral.
Si se lo ve en perspectiva, el “Bolero” es el genio de Ravel adaptándose a sus limitaciones para ofrecer lo mejor de sí en el naufragio de su mente .
En julio de 1937, Ravel le confesó a su amiga Jourdan-Morhange: “Aun tengo mucha música en mi cabeza, aún tengo tanto que decir”. Pero no pudo expresar los juegos más sutiles de su inteligencia ni las efusiones más ocultas del corazón.
Y aun así nos dejó su música, una magnífica obra que aún perdura. Solo resta preguntarnos lo que nos hubiese dejado de no haber sufrido esta demencia precoz.
“El más grande virtuoso en la vida es quien vence sin derrotar a nadie, el que se vence a sí mismo y da valor a los que lo acompañan en su camino”, dijo Ravel. Y fue fiel a sus palabras.
+
Esta nota también fue publicada en La Prensa