El 6 de abril de 1811, por orden de la Junta Grande, se comenzaron las obras para rendir homenaje a los miembros de la Primera Junta que habían iniciado la gesta revolucionaria de mayo. No era una buena fecha ya que ese día se congregó una multitud frente al Cabildo para pedir la destitución y confinamiento de cuatro miembros de la Junta: Rodríguez Peña, Hipólito Vieytes, Juan Larrea y Miguel Azcuénaga, sospechosos de mantener vínculos con la Reina Carlota de Portugal, único miembro de los Borbones españoles que no permanecía cautiva de Napoleón.
Esta manifestación popular fue dirigida por los alcaldes Grigera y Campana quienes convocaron miles de personas “de poncho y chiripá” a respaldar esta solicitud. Los acompañaban varios regimientos (como los Húsares y Patricios) constituyendo el primero de los muchos reclamos cívico militar que jalonarían nuestra historia.
Los diputados fueron reemplazados y los “orilleros” amotinados volvieron a sus hogares pensando que les esperaba un futuro mejor. De hecho, este acto había convocado mucha más gente de la que asistió a los Cabildos de Mayo de 1810.
La Pirámide como homenaje
Entre los miembros de la Primera Junta, que este monumento pretendía homenajear (aunque algunos de ellos eran denostados en el motín convocado el mismo día del decreto), habían reinado los desencuentros ideológicos que los habían dividido en dos grupos antagónicos (que hoy simplificamos bajo la denominación de grieta).
Uno estaba encabezados por Cornelio Saavedra y el otro por el díscolo Mariano Moreno, de cuya dudosa muerte en alta mar recién habrían de enterarse los demás miembros sobrevivientes de la Junta (ya que el Padre Alberdi había fallecido pocas semanas antes) en los primeros días de agosto (Tomás Guido y Manuel Moreno debieron llegar primero a Inglaterra y desde allí informar a la Junta de la muerte de su exsecretario). Para cuando llegó la noticia ya no existía ni la Primera ni la Junta Grande…
Tampoco habían sido muy felices las andanzas del Ejército del Norte que después de la victoria de Suipacha había perdido la determinación. La falta de una conducción férrea llevó al desastre de Huaqui, el comienzo de una serie de derrotas que terminó en una gran retirada.
La actividad política de Castelli y Monteagudo en el Alto Perú había sido muy discutida y rechazada especialmente por su posición anticlerical.
También los negocios non sanctos de Juan Larrea no asistían a calmar los ánimos del pueblo. Para abril de 1811, habían entrado bajo su patronazgo 23 naves inglesas con contrabando, adeudando Larrea a la Aduana 280.000 pesos, además de venderle a la Junta sables a 42 pesos cuando lo había pagado 9.
El fusilamiento de Liniers y sus seguidores era otro tema conflictivo y muchos (entre ellos el mismo Saavedra) no compartían el destrato al exvirrey Cisneros, un héroe naval español de valiente actuación en Trafalgar.
¿Pirámide u obelisco?
De todas maneras, había que conmemorar esta fecha patria fundacional y a tal fin le encomendaron la construcción de una pirámide al alarife Francisco Cañete (la campaña de Napoleón a Egipto había puesto de moda ese tipo de construcciones).
Nuestra pirámide (que, en realidad, es un obelisco) fue inaugurada puntualmente el 25 de mayo de ese año. La obra de 15 metros de altura, hecha con 500 ladrillos, fue emplazada en la Plaza de la Victoria, es decir, el espacio frente a la Catedral, comprendida entre el Cabildo y la Recova –construcción que atravesaba el actual espacio de la Plaza de Mayo y que contaba con varios locales comerciales–. Ese día, 1114 velas iluminaron el novel obelisco al que todos nos empecinamos en llamar pirámide.
La Plaza de la Victoria, que había servido como improvisada plaza de toros y para procesiones religiosas, estaba llamada a convertirse en el epicentro de la argentinidad… aunque esta argentinidad nació teñida por desencuentros, desventuras y demoras.
Sobreprecios y largas esperas para los homenajes
La Junta Grande también había decidido honrar a los dos primeros oficiales caídos por la patria naciente: Manuel Artigas, primo de don José Gervasio (quien días más tarde, el 18 de mayo, derrotaría a las tropas españolas en la Batalla de Las Piedras, gloriosa batalla incluida en el largo poemas de Vicente López y Planes junto a otra contienda menos gloriosa protagonizada por el Ejército del Norte) y Felipe Pereyra Lucena, de tan solo 22 años. La parsimonia administrativa atrasó la colocación de esta placa debido a la eterna falta de presupuesto por tan solo 81 años. Finalmente este homenaje se logró gracias a la insistencia de la familia del joven patriota, quien le reclamó al presidente Carlos Pellegrini el cumplimiento del decreto.
No fue Pereira Lucena el único prócer que sufrió atrasos en su reconocimiento, Moreno debió esperar un siglo antes de contar con su monumento, San Martin aguardó casi treinta años antes de ser repatriados sus restos, Feliciano Chiclana no tiene aún su reconocimiento como primer auditor del Ejército y Juan María Gutiérrez espera desde hace más de cien años su estatua…
Además de esta lentitud exasperante en la ejecución de los proyectos legislativos, con la Pirámide de Mayo se inicia una larga tradición nacional: el pago de sobreprecios por los materiales utilizados en la obra pública. Este obelisco hueco de apenas 500 ladrillos, una obra muy humilde, fue sobrevaluada por Cañete, aunque nunca se sabrá si lo hizo en beneficio propio y/o de algún funcionario ávido de fondos ilícitos.
Hubo denuncias, respuestas airadas, investigaciones inconclusas y, por último, archivo de la causa que se ha extraviado en laberintos jurídicos como tantas otras investigaciones que no fueron coronadas con gloria.
Los cambios en la Pirámide de Mayo
Nuestra pirámide sufrió transformaciones (de mano de Prilidiano Pueyrredón y Joseph Dubourdieu, un casi ignoto escultor francés), traslados, amenazas de destrucción y hasta se barajó que podía ser reemplazada por un proyecto de grandilocuencia egipcia como la obra encomendada a Rogelio Yrurtia a principio del siglo XX.
El 6 de abril de 1811, nuestra Pirámide de Mayo comenzó una ajetreada historia de desencuentros y conflictos no siempre resueltos por el camino del consenso. A todo esto, debemos agregarle intereses inconfesables de individuos o grupos que hicieron peligrar la imagen de esta dama tocada con un gorro frigio que, curiosamente, en la antigua Grecia era usada por los esclavos y que la Revolución Francesa convirtió en símbolo de libertad.
A sus pies no solo se recuerda a los jóvenes oficiales muertos por la patria naciente, sino a Azucena Villaflor, fundadora de las Madres de Plaza de Mayo, más tierra traída de Jerusalén y todas las provincias argentinas.
Más hacia nuestros días, se presentó un proyecto que pretendía convertir a la Plaza de Mayo en una despojada extensión de granito donde se pudiesen expresar reclamos políticos dejando solo al monumento en un páramo quejoso.
Sin embargo, primó el sentido común y se optó por respetar el símbolo histórico de este primer monumento y su entorno como símbolo de unión y desencuentros, de armonía y disensos, de progreso y estancamiento, además de ánimo constructivo y conflictividad no siempre necesaria…
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