Fue uno de los monarcas más poderosos de la historia, a pesar de su frágil salud, y de haber soportado la muerte de cuatro esposas y seis hijos, además de la de su leal medio hermano, Juan de Austria, quien logró la victoria de Lepanto, batalla que liberó a Europa del dominio islámico.
Hombre piadoso, recto y ordenado, a pesar de sus virtudes se construyó alrededor de Felipe II una leyenda tan negra como la ropa que gustaba lucir. Aunque fue príncipe consorte de Inglaterra (casado con la reina María I de Inglaterra, hermana de Isabel I), sus ex súbditos no perdieron oportunidad para atribuirle todas las maldades posibles, desde el mandar a asesinar a su hijo , don Carlos (mentira eternizada por la ópera de Verdi del mismo nombre), hasta la derrota catastrófica de la Gran Armada, con la que pensaba invadir a la nación conducida por su ex cuñada, conocida como la Reina Virgen. Este fracaso y las frecuentes rebeliones de sus súbditos, tanto en Europa como en América y sus colonias del Pacifico y la eterna lucha contra islámicos y protestantes, llevaban enormes erogaciones que condujeron al Imperio a entrar tres veces en default, haciendo tambalear a los banqueros más poderosos de Europa.
Y a pesar de estas fallas con las que pasó a la historia, sus súbditos lo llamaban “el Rey Prudente”, y lo era… Quieres no lo eran tanto fueron sus funcionarios, que se obstinaron en convertir al imperio español en el ¿más? corrupto de la historia universal. Muchos de los defectos de las democracias latinoamericanas encuentran su razón en esta pesada herencia.
Pero la intención de esta nota es contar los días final de este monarca, quien, a pesar de haber sufrido una posible sífilis congénita, asma, artritis, cálculos biliares, síndromes febriles prolongados y gota desde los 36 años, alcanzó a vivir 71 que, para la época, era una edad avanzada.
Sin embargo, la severa y estricta educación que había recibido, sumada a una personalidad obsesiva amante de la rutina, a la puntualidad, y a la higiene personal, le permitieron mantener una vida ordenada y metódica que es, en parte, la explicación de porqué llegó a viejo.
El golpe psicológico final fue la muerte de su querida hija Catalina Micaela, que lo llevó a una depresión y un recrudecimiento de su gota. Esta alteración del metabolismo del ácido úrico es hereditaria. Ya su padre, Carlos I de España, había sufrido varios ataques de gota e inmovilizado por ataques gotosos en las articulaciones.
En esa época, no se sabía la relación con la ingesta de carnes rojas y achuras con el metabolismo del ácido úrico, pero conocían la relación entre la ingesta de alcohol, como el vino de Jerez y los ataques de gota que postraban al paciente. En ese siglo de las luces sin heladera, los chacinados y los embutidos eran la forma más habitual de conservar alimentos. De allí que los problemas de Felipe II empeorasen con el tiempo por la dieta que se llevaba en los palacios.
Exacerbados los síntomas y consciente de que el final de sus días se acercaba, pidió ser trasladado al Palacio del Escorial. Desde su lecho podía escuchar misa y contemplar su cuadro preferido, “El Jardín de las Delicias” del Bosco, obra que lo hacía meditar sobre las penas del infierno y los gozos del paraíso, al que seguramente tendría acceso por su vida piadosa, su defensa de la fe y por la cantidad de misas que se rezaron por su alma (no menos de 60.000).
En esos días, atormentado por dolores y pústulas de hediondo aroma (quizás lo que más lo atormentaba a su hombre acostumbrado a un meticuloso aseo personal) pidió que se abriera la tumba de su padre. La razón de tan extraña solicitud era que deseaba copiar hasta el mínimo detalle cómo había sido amortajado su progenitor a fin que sus enterradores reprodujesen este rito con exactitud.
Casi imposibilitado de moverse, Felipe tenía paralizaba la mano derecha y los médicos le prohibieron comulgar porque creían que podía ahogarse al tragar una hostia. Tomo la última comunión el 8 de septiembre de 1598 y, en una pequeña habitación que le permitía contemplar al altar mayor, se dispuso a morir.
En este último trance hizo llamar a sus hijos y ante el futuro monarca, reducido a un lamentable estado de pústulas y llagas, les dijo: “Os hallarais presente para que veáis en qué vienen a parar los reinos y señoríos de este mundo”.
Falleció el domingo 18 de septiembre a las 5 de la mañana con un crucifijo en una mano y un cirio en la otra.
No murió atacado por los piojos como insiste en condenarlo la leyenda negra que aún lo persigue, sino con la paz de un buen cristiano que muere en la fe de sus mayores.
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Esta nota también fue publicada en La Prensa