H. G. Wells esbozó el tema y Adolfo Bioy Casares lo planteó en su libro La isla del doctor Moreau. Pero una cosa es el ejercicio literario y otra muy distinta es llevarla a cabo. La idea de Ivanov era descabellada
Ivanov había nacido en 1870 y como biólogo se había especializado en el campo de la inseminación artificial en caballos, con resultados notables para la época que le ganaron prestigio y reconocimiento mundial.
Sin embargo, su ambición no se detuvo con este logro. Eran los tiempos del “hombre nuevo” (con sus viejos problemas), de las discusiones del darwinismo social, de empujar los límites de la ciencia. Eran los tiempos del trasplante de órganos, en los que Alexis Carrell había desarrollado la sutura de vasos sanguíneos y experimentaba con cultivos de tejidos.
Eran los años en los que el doctor Serge Voronoff trasplantaba gónadas de monos para rejuvenecer a caballeros entrados en años, en los que Vladímir Démijov sustituía órganos y finalizaría dándole vida a un perro de dos cabezas, un cancerbero soviético.
La hibridación interespecie de Ivanov
Eran los tiempos de la revolución materialista, en las que nada podía parar el desarrollo de la humanidad que ya miraba a las estrellas, en las que no había límites ni fronteras para el ingenio. También caían fronteras éticas y pruritos morales, los límites se desdibujaban, se dudaba de todo y de todos.
Ivanov se interesó en la hibridación interespecie y de su laboratorio salió el “cebroide”, un híbrido entre cebra y burro que habían desarrollado los ingleses y llegó a exponerse en Londres. También creó el zubrón, otro híbrido entre bóvido y bisonte europeo que llegó a reproducirse en algunas granjas polacas, además de otras mezclas entre rata y ratones, conejos y liebres.
Pero la ambición y la gloria científica rompen barreras y desafían los límites de la naturaleza.
¿Cuándo es que una criatura se convierte en un monstruo? Frankenstein fue creado a retazos humanos, Ivanov quería crear un humanoide a partir de óvulos y espermatozoides.
Ya en 1910 había expuesto la idea de hibridar un hombre mono en el Congreso Mundial de Zoólogos, en Graz. Persona perseverante, Ivanov empujó su idea por congresos y centros científicos del mundo, en el Instituto Pasteur y el Comisariado de Educación y Ciencia en Moscú.
El Frankenstein de Ivanov y las purgas stalinistas
Allí interesó a Anatoli Lunacharski, quien lo introdujo al poderoso Nikolai Gorbunov, jefe del Departamento de Instituciones Científicas. Los argumentos de Ivanov iban más allá de lo científico. ¿Qué pasaría si se podría disponer de miles o cientos de miles de estas criaturas belicosas dispuestas a inmolarse por el bien del proletariado contra los ejércitos fascistas?
Gorbunov prontamente dispuso de 10.000 dólares para que Ivanov pudiese llevar a cabo esta experiencia y a tal fin viajó a la Guinea Francesa donde podría disponer de simios para su experiencia.
Así fue como inseminó con esperma humano a dos hembras llamadas Babette y Syvette. Más tarde incorporaron un tercer ejemplar llamado Black.
La prueba falló pero no por eso Ivanov cejó en su intento. ¿Y por qué no inseminar mujeres con esperma de simio? A tal fin Ivanov trató de convencer al gobernador local que autorizase el experimento.
Después de mucho insistir, encontró una mujer dispuesta a esa experiencia. El nombre de la señora se mantuvo en secreto y sólo trascendió que ella pensaba que este experimento le podía dar sentido a su vida, como un servicio para la ciencia.
Curiosamente el orangután “donante” de esperma se llamaba Tarzán como el célebre personaje de H.G. Burroughs, el rey de los monos y un mensaje no tan elíptico sobre la superioridad del hombre blanco en el continente negro.
Pero las cosas se complicaron porque Gorbunov cayó víctima de una purga stalinista e Ivanov quedó sin protección en las fluctuantes políticas del hombre de hierro. El paladín de la hibridación fue convocado a Moscú donde pronto se le demostraron deslealtades contrarrevolucionarias al dogma soviético que le costaron unas prolongadas vacaciones heladas en la tundra donde no había simios para experimentar. Fue así como que esta épica híbrida llegó a su fin.
Cuando murió de un accidente cerebrovascular en 1930, Pávlov, el célebre biólogo ruso ganador del Nobel por los reflejos condicionados, redactó el obituario del científico que soñó con crear al hombre mono.
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