El 12 de septiembre de 1876, el rey Leopoldo II de Bélgica abrió la Conferencia Geográfica de Bruselas sobre África. En la oportunidad el monarca dijo ante los exploradores, científicos y filántropos que sus intenciones “eran caritativas, absolutamente científicas, de naturaleza filantrópica y alejadas de toda propuesta comercial”. Estaba mintiendo alevosamente.
Bajo este discurso humanitario, Leopoldo consiguió que le fuese concedido el control de 2.600.000 kilómetros que fueron regidos por un ejército privado llamado Force Publique hecho por belgas y mercenarios extranjeros que impuso trabajos forzados en los nativos locales, especialmente durante la llamada Fiebre del Caucho.
Esta fuerza, que originalmente estaba destinada a la abolición de la esclavitud, propugnó una brutal sanción a quienes no cumplían con su cuota de caucho: les cortaban las manos a ellos o a sus hijos.
Existen cientos de documentos sobre esta aberrante explotación que también ocasionó una cifra nunca bien determinada de muertos que se contaban por millones (Bertrand Russell calculaba 8 millones de víctimas).
El interés “geográfico” por el continente negro había promovido la expedición por el Río Congo de Henry Morton Stanley, un aventurero anglo norteamericano célebre por hallar con vida a un misionero escoces con esa frase que hizo historia: “Dr. Livingstone, I suppose”, al encontrar al único hombre blanco que se había aventurado en ese territorio. Stanley volvió con la gran noticia, el Río Congo era navegable y el área contaba con inmensos recursos naturales.
Fue entonces que Leopoldo creó la “Asociación Internacional del Congo” (AIC), una empresa personal que llegó a una serie de acuerdos con jefes tribales quienes firmaban contratos escritos en un idioma que desconocían. De esta forma enajenaban los territorios en los que habitaban en favor de la AIC. Fue así que el Congo se convirtió en una posesión exclusiva de Leopoldo donde era amo y señor de ese enorme territorio.
Con el caucho y el marfil obtenido, Leopoldo incrementó su fortuna en forma colosal a la vez que remodelaba con nuevos edificios y parques las ciudades belgas. En su país lo conocían como “el rey constructor” mientras convertía al territorio del Congo en un verdadero inferno.
Fue un jurista afroamericano, George Williams, quien llamó la atención sobre el genocidio que se llevaba a cabo en nombre de la civilización. El cónsul británico Roger Casement y un empresario llamado Edmund Morel confirmaron las denuncias de Williams. Leopoldo trató de frenar el escándalo comprando la voluntad de periodistas y hasta creando una propia “comisión de investigación” … pero ya era imposible de tapar tantos excesos y en 1904 se formó la primera comisión internacional en defensa de los derechos humanos y crímenes de lesa humanidad, la “Congo Reform Association”. Las denuncias y noticias de maltrato obligaron a Leopoldo a renunciar a su colonia en favor del estado belga. Obviamente no lo hizo en forma gratuita ya que Bélgica obló una alta cifra por hacerse cargo del escándalo internacional.
Leopoldo gobernó a su país a lo largo de 44 años y su vida privada fue tan poco virtuosa como su actividad comercial, pasó los últimos años de su vida entre prostitutas francesas a las que les pagaba más generosamente que a sus súbditos africanos.
Con Caroline Lacroix, a quien conoció con tan solo 16 años, llegó a tener dos hijos que no reconoció.
Distintos autores, como Conan Doyle, Joseph Conrad, Adam Hochschild y Bertrand Russell escribieron ampliamente sobre los desastres humanitarios ocasionados por este rey, muerto a los 65 años de un derrame cerebral.
Leopoldo ll dejo el más atroz y horrible legado del colonialismo europeo, bajo la falsa imágen caritativa y con la excusa de imponer la civilización.