Las películas y textos sobre la esposa (y prima) del emperador de Austria, Franz Josef l, idealizan a Isabel de Baviera (en alemán: Elisabeth Amelie Eugenie Herzogin in Bayern), más conocida como Sisi, una joven reina que fascinó a sus súbditos por su belleza, elegancia y don de gente.
Sin embargo, Sisi tuvo una existencia dolorosa. No solo se resistía a los rígidos cánones de la corte austriaca, liderada por su tía, sino que sufrió la extraña muerte de su primo, el rey Ludwig II de Baviera, de su hermana Sofía Carlota en el incendio del Bazar de la Charité (en 1885), la enajenación de su hermana Helena (originalmente elegida para casarse con Franz Josef), el trágico final de su cuñado Maximiliano (fusilado en México) y la locura de Carlota de Bélgica (esposa de Maximiliano), quien pasó el resto de sus días recluida.
Para colmo, una de sus hijas murió en la infancia (de allí que desde entonces la educación del resto de su descendencia quedó en manos de su tía y suegra), más la misteriosa muerte de su único hijo varón, Rodolfo, en el sonado caso de “los amantes de Mayerling”. Cada vez que se enteraba de una de estas muertes, Sisi solo murmuraba: “La maldición crece”.
Desde niña estaba acostumbrada a vivir en contacto con la naturaleza gracias a la educación, muy liberal para la época, otorgada por su padre. Su destino cambió cuando la familia real de Austria (la reina era la tía materna de Isabel) fue a visitar a la familia de los príncipes de Baviera con la intención de que Franz Josef, el entonces heredero al trono, se casase con Helena, la hermana mayor de Sisi. Cual no sería la sorpresa cuando Franz quedó prendado de su joven prima, de apenas 16 años, con quien se casó en 1854.
Sisi entró temblando a la Iglesia de los Agustinos (en Viena) donde se reunió la realeza de Europa para celebrar la boda de la dinastía más poderosa del continente. No fue esta la culminación de una historia de amor, sino la de una larga sucesión de desgracias y desencantos, marcados por la estricta etiqueta de la corte y el carácter dominante de la reina madre, quien veía con malos ojos los desplantes de su sobrina y la forma de educar a los niños. La situación hizo crisis cuando Sisi insistió en llevar a sus hijas de viaje a Hungría y una murió de fiebre tifoidea. Desde ese día sus hijos –especialmente el príncipe Rodolfo– quedaron bajo la esfera de su abuela a fin de recibir una “educación adecuada”. Esta decisión resintió la ya complicada situación de la pareja.
Justamente por el vínculo estrecho que tenía con algunos aristócratas húngaros –sus damas de compañía eran de esa nacionalidad– se rumoreó de un romance entre Sisi y el conde Gyula Andrássy quien, con los años, sería el artífice de una mayor autarquía húngara. Como símbolo de esta nueva independencia es que Franz Josef y Sisi fueron consagrados reyes de esa nación, aunque continuaba siendo parte del imperio austriaco.
Los magiares adoraban a la joven reina, quien había sido una de las artificies de esta nueva soberanía. También este hecho logró un re acercamiento de la pareja real, separada de hecho por tantas desinteligencias. Fruto de este vínculo nació la última hija de la pareja, a quien Sisi llamaba “mi húngara”. Las malas lenguas afirmaban que María Valeria era hija de Andrássy pero el notable parecido de la niña con Franz Josef pronto dio por tierra esta maledicencia.
Isabel era muy cuidadosa de su figura, tardaba horas peinándose su larga caballera, hacía prologadas sesiones de gimnasia para mantener su esbelta figura –que aun así torneaba con fajas– y mantenía una dieta estricta que muchos profesionales no dudarían en llamar anorexia.
Para huir de la rigidez de la corte Sisi emprendía largos viajes con un reducido séquito y casi sin escoltas. Recorrió distintos países de Europa y pasó extensas temporadas en Corfú, Grecia, donde construyó un palacio que aún puede visitarse y aprendió el idioma para poder leer los clásicos en su versión original.
Su gran desgracia fue la misteriosa muerte del príncipe heredero y su amante, en Mayerling, un coto de caza donde ambos aparecieron sin vida y con signos de violencia. ¿Un crimen pasional? ¿Un pacto suicida? ¿Una forma de eliminar al heredero que tenía trastornos mentales y estaba en tratamiento por sífilis? Nunca se sabrá a ciencia cierta que pasó en Mayerling pero sí que su madre se encerró en un riguroso luto y una excusa más para alejarse de la corte y su marido .
En uno de estos viajes encontró la muerte, que desde hacía años acechaba a sus seres queridos y la halló de la forma menos pensada cuando un anarquista italiano intentaba cometer un nuevo magnicidio de aquellos que sacudían a Europa (un zar, dos reyes, príncipes, primeros ministros y presidentes, habían sido víctimas de la violencia ácrata).
Luigi Lucheni, que pretendía asesinar al príncipe de Orleans que se encontraba de visita en Ginebra, reconoció a la emperatriz vestida de negro esperando un buque en el muelle de esa ciudad y allí la atacó con un estilete, produciendo una lesión que terminaría desangrándola.
Su cuerpo fue llevado a Viena y enterrado cerca de sus hijos en la Cripta imperial de Viena, en la iglesia de los Capuchinos.
“Lo que todas las personas tenemos en común no es el espíritu, sino el destino”, escribió en uno de los muchos versos en los que volcaba los sinsabores de su existencia imperial. Y ese destino trágico, un día la alcanzó.
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