Subyugando hasta a la misma melancolía

No había nacido para ser rey, pero lo fue. No una, sino dos veces. Nieto de Luis XIV y María Teresa de Austria, Felipe Borbón, duque de Anjou, era hijo del Delfín de Francia y María Ana de Baviera. Quiso el destino que su tío abuelo Carlos II de España fuese “el hechizado”, una víctima de la endogamia propia de las monarquías europeas y especialmente la de España. Tras su muerte sin descendencia, Carlos ungió a Felipe como monarca de la Península Ibérica y le cedió sus dominios en América Latina, aunque hizo falta defender ese derecho con las armas.
Sus súbditos lo llamaron “el Animoso”, y no era para menos si lo comparaban con el pobre Carlos II, pero pronto dicha animosidad se extravió en un proceso depresivo que lo sumergió en prolongados períodos de abulia. Sin embargo, y gracias al empeño de su esposa, Isabel de Farnesio, las finanzas siempre complicadas del reino se organizaron y España conoció un período de esplendor con la construcción del Palacio Real de Madrid, el Palacio Real de La Granja, Aranjuez y la creación de instituciones que aun perduran, como la Real Academia.
Decíamos que Felipe fue dos veces rey porque en 1724 abdicó en favor de su primogénito, Luis. Se dice que esta medida la tomó por la posibilidad de acceder al trono de Francia, ante los rumores de una muerte precoz de Luis XV, aunque bien podía deberse a la coherente decisión de un hombre enfermo consciente de sus propias limitaciones.
Lo cierto es que Luis I no llegó a completar un año en el trono al morir por viruela, circunstancia que obligó a Felipe a reasumir sus funciones como monarca, a pesar de expresar su intención de “rumiar en paz su depresión”.
El rey pasaba días sin asearse, ni afeitarse, ni cambiarse la ropa, sumergido en oscuras meditaciones, a punto tal de creerse una rana (lo que el Dr. Jules Cotard [1840-1899] llamaba delirio nihilista). Su ritmo circadiano se invirtió y era común que recibiese a los ministros y embajadores después de la medianoche. Le era imposible conciliar el sueño.
Atento a estos graves problemas, su segunda esposa, Isabel Farnesio, intentó remediar el insomnio de su marido probando distintas terapias, incluida la música. A tal fin contrató a Carlo Broschi, más conocido como Farinelli, el castrato más célebre de su tiempo.

Carlo Broschi, más conocido como Farinelli, fue el castrato más célebre de su tiempo.


Como la voz del artista parecía tener la extraña virtud de sedar al regio paciente, Farinelli día tras día y por 3.212 noches, entonó las mismas cinco canciones ante el monarca. El repertorio incluía “Per questo dolce amplesso”, de la ópera Artaserse de Johann Hasse (1699-1783), obra que había cantado Farinelli en Londres con éxito. También de Hasse había cantado “Palido il Sole”, también de Artaserse, quizás la obra menos melancólica de las que Farinelli cantaba todas las noches.
Le seguía (porque al parecer le complacía al rey no alterar el orden) la conocida aria de “Orfeo y “Eurídice” de Christoph von Gluck (1714-1787), “Che farò senza Euridice”.
A continuación, interpretaba “Lascia ch’io pianga”, de Georg Friedrich Händel, el músico más célebre de Inglaterra, con quien Carlo Broschi no se llevaba muy bien.
Y por último y también de Händel, “Piangerò la sorte mia” (otra vez lágrimas), de la ópera “Julio César en Egipto”.
Esta perseverancia canora fue ampliamente recompensada en honores y dinero (135.000 Reales de vellón, una cantidad insólita para la época), que le permitieron acumular una fortuna. Aunque algunos autores insistan en una “curación” gracias al bel canto, esta no existió ya que hasta el último día de su vida (el 9 de julio de 1746), Felipe se mostró angustiado y abúlico. Una apoplejía fulminante lo hizo pasar a mejor vida (que en su caso no es una metáfora).
Farinelli continuó al servicio del nuevo monarca, Fernando VI, tanto o más bipolar que su padre. La nueva reina, Bárbara de Braganza, se encargó de recomendarle a su suegra Isabel que no se inmiscuyera en los asuntos de la corte como estaba acostumbrada, y la envió en un dorado exilio interior al Palacio de la Granja.
Isabel le pidió a Farinelli que la acompañara, pero este prefirió seguir al servicio de Fernando, organizando eventos fastuosos como los que Händel hacía en Londres con orquestas embarcadas, navegando el Támesis iluminado con fuegos de artificio. A falta de Támesis, Farinelli se las arregló con falúas en el río Tajo.
La reina no le perdonó esta renuncia y cuando doña Bárbara murió (seguramente a causa de su obesidad mórbida), Fernando siguió sus pasos, no sin antes sufrir una exacerbación de su bipolaridad, que lo obligó a su encierro en el palacio de Villaviciosa de Odón y la consabida musicoterapia a cargo de Farinelli quien, en esta oportunidad, tuvo menos éxito que con Felipe V.
La muerte de Fernando marcó el fin de los 25 años que Farinelli había pasado en la Península Ibérica, ya que la coronación de Carlos III y (sobre todo) el retorno de la Farnesio a Madrid fueron determinantes. La reina madre no tardó en enviar al castrato a su tierra natal, aunque, curiosamente, este mantuvo la asignación de 135.000 Reales de vellón al año por más de dos décadas, quizás para comprar el silencio del artista, testigo de algunos secretos de alcoba y de fiducias, desmanejos, y escándalos ocultos propios de toda corte.
En su palacio de Bolonia, Farinelli vivió los últimos años de su vida, donde recibía a músicos y admiradores, y donde a veces cantaba con esa voz que había subyugado a la misma melancolía.

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