Su origen se remonta a los etruscos, quienes luchaban entre sí para honrar a sus difuntos. Los políticos de la República de Roma transformaron este rito en un espectáculo a fin de entretener a las masas, a quienes también ofrecían pan con la intención de ganar su favor para asegurar la próxima elección en los comicios.
Su nombre derivaba de gladius (espada). Estos esclavos –aunque también eran prisioneros de guerra, delincuentes (llamados meridiani) o ciudadanos dispuestos a ganar fama y dinero en tales enfrentamientos– eran entrenados en los “Ludi” (juego) propiedad de los lanistas, los precursores de los empresarios de espectáculos.
Había gladiadores especializados en distintos tipos de lucha. Los équites iban a caballo, los hoplomachus se vestían con tiras de cuero para protegerse, los murmillones usaban un casco con forma de pez, mientras los reciarios no utilizaban protección y se valían de un tridente para enfrentar a sus adversarios. Los retiarius se defendían con una red, mientras los secutor portaban espada y escudo (estos eran conocidos por su valentía). Los samnitas vestían corazas ornamentadas y cascos con crestas, mientras los tracius no usaban cascos, pero sí protección en las piernas. También hubo mujeres gladiadoras que peleaban con los pechos desnudos como amazonas.
Muchos de estos luchadores se convirtieron en ídolos de multitudes, como lo fue Marcus Atilius, un ciudadano romano que se convirtió en gladiador para saldar sus cuantiosas deudas. Marcus fue el luchador que más victorias obtuvo en la arena de Roma.
El enfrentamiento más prolongado tuvo a dos combatientes llamados Vero y Prisco como protagonistas. La lucha se extendió por varias horas. Al final, exhaustos por la contienda, ambos bajaron las armas para no matar al oponente que había mostrado su valía. El emperador Tito les concedió el indulto y les regaló su libertad, simbolizada con la espada de madera (rudis) que les otorgaban a los gladiadores cuando estos se retiraban.
El gladiador más famoso de su tiempo (y también el más rico) fue Spiculus, el luchador preferido de Nerón quien le regaló palacios y riquezas, y al que manda a buscar en sus momentos finales para que fuese Spiculus quien lo mate. Como no dieron con este gladiador, Nerón se vio obligado a suicidarse.
Fue Espartaco, sin duda, quien se lleva los laureles para la posteridad, aunque en su momento fue un dolor de cabeza para sus amos romanos. Era este un soldado tracio que el lanista Léntulo Batiato entrenó hasta convertirlo en un destacado gladiador. Popular entre sus compañeros de lucha, rebeló a los demás luchadores del Ludi, asesinó a Batiato y sumó 70.000 seguidores que lucharon contra el ejército de Roma en varias oportunidades, hasta que Licinio Craso pudo capturarlo y crucificar impiadosamente, junto a 6.000 de sus seguidores.
De estos combates ha persistido una costumbre que, con modificaciones y errores, ha llegado a nuestros días, lo que los romanos llamaban Pollice verso, que significa “con el pulgar al revés”. Para nosotros el pulgar hacia arriba significa el éxito, razón por la cual, al gladiador vencido le era concedida la vida, mas cuando este se dirigía abajo, era el final de su carrera. Sin embargo, los estudiosos no coinciden con esta apreciación que es la secuela de una confusión inducida por un cuadro del siglo XIX, es decir, siglos después del fin de estas contiendas. Para los especialistas, el gesto de poner el pulgar hacia abajo significaba envainar la espada: eso es salvar la vida del gladiador derrotado. La confusión surgió por un cuadro de Jean-Léon Gérôme, en 1872, quien popularizó este gesto con el significado equivocado y que se extendió al cine en obras tales como Ben-Hur, Quo vadis y Gladiator, consolidando esta creencia errónea.
Y ya que hablamos de Gladiator, no podemos dejar de mencionar a Lucio Aurelio Cómodo, el único emperador en luchar varias veces en la arena para consagrarse con el público. Se rumoreaba que Cómodo era el hijo de un gladiador, amante de la esposa del emperador y filósofo Marco Aurelio.
Las damas romanas pagaban por el servicio de un gladiador y hasta se vendía su sudor mezclado con aceite como afrodisíaco. Era la mezcla exacta de Eros y Thanatos, éxito, excitación y muerte.
La era de los gladiadores llegó a su fin con la unción del emperador Constantino y la consagración de la Iglesia Católica como religión oficial del imperio. Una costumbre tan afincada en la cultura romana no podía desaparecer de un día para otro, razón por la cual se dice que el último combate tuvo lugar el 1ro de enero del año 404 de nuestra era, gracias a la insistencia de San Telémaco, un monje asiático, muerto en esa fecha en la que, según una tradición, fue apedreado por el público hasta matarlo.
Así concluyeron estos espectáculos, creados como regalos de los políticos a las masas, una prueba tangible de la generosidad de sus conductores, donde también aprovechaban para mostrar su apabullante poder, al convertirse en los dueños del destino de sus súbditos, con solo un gesto. Esta artimaña política fue sintetizada magistralmente por las palabras del poeta Décimo Junio Juvenal: Pan y circo, que aún tienen predicamento hasta nuestros días, aunque el circo no sea tan violento, los ídolos menos efímeros y el pan venga con planes.