A fines del año 1910, Lev Tolstói se estaba muriendo en una casita ignota cerca de la estación de tren de Astápovo. Tenía 82 años, era un reconocido líder espiritual, pacifista, excéntrico y, casi como un agregado que él repudiaba, uno de los autores rusos más destacados del siglo XIX. La muerte lo sorprendió cuando estaba, justamente, viajando en un tren buscando un lugar en el cual despedirse de este mundo en soledad y simpleza.
No obstante la historia de este Tolstoi, sus circunstancias especialmente, varían mucho de la idea que uno puede hacerse de él considerando el inicio de su biografía. Niño bien, nacido en 1828 en el seno de una familia aristocrática en Yásnaia Poliana, la finca familiar ubicada a casi 200 kilómetros de Moscú, había conocido la felicidad desde muy joven, al punto que su primer libro, Infancia (1852) fue un relato idílico de su niñez. Los años locos de juventud que le siguieron – las borracheras, las sospechas de enfermedades venéreas, las apuestas – fueron plenamente documentados en los diarios que comenzó a escribir en 1847, pero ya por esta época Tolstoi buscó escapar a esta vida. Así es que para 1851 partió al Cáucaso con su hermano Nikolay, se unió al ejército y luchó en varios conflictos, incluida la Guerra de Crimea (1853-6).
La inmensidad de los sentimientos allí contenidos, quizás, fue lo que lo hizo caer en el abismo de la desesperación. Para cuando estaba terminando Anna Karenina, Tolstoi comenzó a dirigir su mirada crítica a sí mismo. De repente, como luego dejó asentado en Confesión (1884), lo atormentaba la idea de la muerte y de la futilidad y banalidad de su trabajo – la historia que estaba escribiendo de una mujer que se escapaba con un oficial le parecía directamente de folletín. Obsesivamente, Tolstoi buscó reconfortarse en la fe y volvió a las enseñanzas de la Iglesia Ortodoxa, la de su juventud, sólo para darse cuenta que no era más que otra gran falsedad. Releyó la Biblia y creyó descubrir que casi todo lo que estaba allí contenido había sido cooptado por las iglesias y adulterado. Por esta razón, se propuso rescatar lo más importante, las enseñanzas de Cristo, crear una nueva iglesia (razón por la cual fue excomulgado en 1901) y con esa nueva seguridad, dedicar su vida a la difusión de estas enseñanzas.
Sus últimos treinta años estuvieron marcados por la radicalidad del cambio. Tolstoi rehuyó de todo lo que había sido, de su literatura y de su pasado aristócrata, dedicó miles de páginas a su nueva fe, armó un estricto código de conducta para sí y para sus seguidores y pasó a criticar la hipocresía del Imperio Ruso, al punto de volverse casi un anarquista. Sus dogmas, aunque hoy suenen algo extremos en algunos casos, alcanzaron de hecho gran difusión, especialmente en todo lo concerniente a sus textos sobre, vegetarianismo, pacifismo y no violencia. Sobre este último punto se puede destacar su influencia al señalar que el mismísimo Gandhi, con quien mantuvo una fluida correspondencia, siempre señaló a Tolstoi como su gran maestro.
En una nota menos positiva, la dureza de los términos que Tolstoi impuso para su propia vida, incluidas cuestiones como la abstinencia sexual y la vida ascética, resultaron ser demasiado difíciles de seguir en su caso. Sus últimos años estuvieron plagados de contradicciones y de problemas que quedaron reflejados en su literatura, dividida ahora entre el relato de tipo moralista dirigido al hombre común y uno de corte realista, más similar a sus grandes obras, entre los que se destacaron La muerte de Ivan Ilych (1886) y Resurrección (1899).
Alejado del mundo – no tanto física, sino espiritualmente – Tolstoi se encontró distanciado de su familia hacia el final de su vida, especialmente de su mujer Sonya. Atormentado por su situación doméstica y por las contradicciones de su existencia, cuando sintió que el final estaba cerca decidió escapar de Yásnaia Poliana con Aleksandra, la única de sus hijos que realmente quería, y su doctor. En el camino su salud se empezó a deteriorar rápidamente y tuvo que bajar del tren en Astápovo, donde el jefe de estación le ofreció su casa para morir. Casi se llegó a cumplir su sueño de austeridad, pero su fama quiso que fuera así. Con el anuncio de que el gran Tolstoi moría en Astápovo, cientos de seguidores e, incluso, algunas cámaras de los noticieros Pathé acudieron a presenciar la experiencia.