Los Cenci eran una de las familias más poderosas y aristocráticas de Roma y vivían en el Palazzo que había pertenecido a sus ancestros desde siglos atrás. Además, eran dueños de un castillo en Rieti.
Francesco Cenci era un déspota psicópata, de conductas violentas, que había tenido varios problemas con la justicia papal que resultó ser bastante indulgente con él dada su condición patricia y las generosas contribuciones a las siempre exigidas arcas vaticanas. De su matrimonio con Ersilia Santacroce, nacieron doce hijos, siete de los cuales llegaron a adultos, cinco varones y dos mujeres, Antonina y Beatrice.
Sus principales víctimas eran sus propios hijos, receptores de la violencia e inmoralidad paterna. Antonina, la mayor de las hermanas, suplicó la asistencia del Papa Clemente VIII (el mismo que condenó a Giordano Bruno a la hoguera). El sumo pontífice favoreció el matrimonio de Antonina con Carlo Gabrielle y forzó a Francesco al pago de un importante dote por el enlace de su hija.
Temeroso de que Beatrice siguiese los pasos de su hermana, Francesco la encerró junto a su madre en el castillo de Rieti, llamado La Rocca.
En 1597 Francesco, después de algunos reveses económicos, se mudó a ese castillo donde la vida de la madre y la hija se tornó en un infierno. Sin otra solución a la vista, los hijos y la madre tomaron la decisión de asesinarlo. El crimen fue llevado a cabo por dos servidores de la casa, Olimpio Calvetti y Marzio da Fiorani, este último amante de Beatrice. El cuerpo fue arrojado al vacío, simulando una caída. Las autoridades comenzaron las investigaciones del caso y el cadáver fue examinado por médicos y agentes del orden. Pronto surgieron las dudas y la familia fue indagada. Las contradicciones entre los instigadores del crimen se hicieron evidentes. Los sospechosos fueron sometidos a tormento, especialmente el amante de Beatrice que murió víctima del suplicio sin haber dicho una palabra. Los demás implicados confesaron y las autoridades los condenaron a las mujeres a ser decapitadas y los hombres descuartizados.
Cuando el pueblo de Roma se enteró de la condena, hubo alborotos y revuelos que consiguieron aplazar esa ejecución. Sin embargo, Clemente VIII, el Papa, no mostró piedad por los asesinos y procedió sin clemencia. La terrible condena se llevó a cabo en el castillo Sant’Angelo. El menor de los hermanos fue obligado a presenciar las ejecuciones y posteriormente condenado a las galeras de por vida. El Papa se quedó con los bienes de los Cenci. La codicia papal fue el motor de este drama.
Beatrice se convirtió en un símbolo por ser víctima de arbitrariedades, tanto paternas como las legales.
Desde entonces sus desventuras han fascinado a artistas que retratan a la joven (como el pintor Guido Reni) o cuentan su trágica historia como Stendhal, Alejandro Dumas, Hawthorne, Shelley, Dickens, Artaud, Moravia, o nuestro Alberto Ginastera que, en una ópera en dos actos, canta los pesares y la injusticia que cegó la vida de esta joven.