Mel Bonis o la vida secreta de una mujer que desafinó el siglo

Mélanie Hélène Bonis nació en París el 21 de enero de 1858, en una casa donde la música era un pecado menor y el piano, un mueble decorativo. Pero había algo en esa niña callada —una especie de urgencia interior, una cuerda que vibraba sin permiso— que la llevó a tocar a escondidas, como quien explora el cuerpo prohibido de su propio deseo. No hay biografía femenina en el siglo XIX que no empiece con un “a escondidas”.

Para entrar al Conservatorio tuvo que inventarse un nombre nuevo, Mel, un disfraz gramatical, un escudo andrógino: ni hombre ni mujer, sólo música. Así, camuflada, se adentró en el santuario masculino del Conservatoire de Paris, donde los apellidos tenían peso de catedral: Franck, Guiraud, Debussy. A ella, por supuesto, la historia la dejaría en los márgenes, anotada con lápiz fino. Pero fue allí donde comenzó su verdadera obra: escribir en los bordes del canon, desobedecer con acordes mayores, desafinar el destino.

Entre clases de armonía y moral cristiana conoció a Amédée Hettich, poeta, cantante y futuro cómplice de lo imposible. Se enamoraron con esa intensidad que sólo conocen quienes saben que el mundo no los dejará estar juntos. Y el mundo, efectivamente, no los dejó. A los veinticinco años, Mel fue ofrecida —porque el verbo es ese— a Albert Domange, empresario cincuentón, viudo y enemigo del arte. Lo que siguió fue la sinfonía de toda mujer bien casada del siglo XIX: tres hijos, silencio doméstico, desaparición. La partitura parecía concluida en un pianissimo de resignación.

Pero la historia, como la música, tiene sus repeticiones inesperadas. En la década de 1890, Mel y Amédée se reencontraron. Él la empujó a volver a escribir; ella lo hizo como quien vuelve a respirar después de años bajo el agua. Y entonces sí: la compositora secreta, la esposa sumisa, la madre culpable, se transformó en Mel Bonis, autora de más de trescientas obras que mezclan romanticismo tardío con fe en lo imposible. En paralelo, la pasión prohibida tuvo su consecuencia natural: una hija, Madeleine, nacida del amor y de la culpa, criada por una antigua criada, mientras Mel seguía componiendo en la penumbra del deber.

Publicó con Éditions Alphonse Leduc, ingresó a la Société des compositeurs, y lo hizo sin pedir permiso, firmando siempre con ese alias ambiguo que la protegía de la inquisición del apellido femenino. “Mel Bonis”, la que componía en los márgenes, entre la devoción y el escándalo, entre la misa y el deseo.

Murió en Sarcelles el 18 de marzo de 1937. La historia oficial —esa cronología inflexible escrita con plumas masculinas— la redujo a una nota al pie. Pero su música sigue sonando como un secreto que se niega a callar: suites que parecen oraciones en voz baja, piezas de órgano donde el catolicismo se confunde con la sensualidad, canciones que huelen a encierro y a fuga.

Mel Bonis no sólo compuso música: compuso una forma de existencia. Su obra es la partitura invisible de todas las mujeres que tuvieron que mentir su nombre para decir su verdad. Porque a veces, para ser escuchada, una mujer necesita disfrazarse de nadie, escribir desde el anonimato, y dejar que el tiempo —ese viejo profesor del Conservatorio— haga justicia en el registro final.

(Escúchala, si puedes: suena como una confesión hecha al oído de Dios. O tal vez, como una herejía en fa mayor.)

Links a su obra:

La “Ballade” es una de las obras maestras para piano más extensas de Mel Bonis. Publicada por primera vez en 1897, fue dedicada a la pianista Gabrielle Monchablon. Si bien el estilo es puramente romántico, con notables influencias chopinianas, sobretodo en la coda, surge una armonía nueva que empuja con fuerza hacia el impresionismo y la modernidad. La obra está interpretada por la pianista Florencia Arrom, quien interpreta muchas de las piezas de Mel (https://www.youtube.com/@florenciaarrom):

Cinq piéces pour piano“, opus 11. Es su obra más conocida:

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