Victoria Ocampo y Jacques Lacan

Muchos años antes de que Oscar Masotta tradujera a Lacan y el psicoanálisis lacaneano colonizara la UBA —como si Buenos Aires soñara con ser París con pretensiones de diván—, Victoria Ocampo ya lo había vapuleado con primacía en sus años formativos. Y no se trata de una anécdota menor: podemos conjeturar que la obra que el argentino más tarde canonizaría no habría llegado a ser tal sin el impacto fulgurante que Victoria dejó en el psiquiatra francés.

Victoria y Jacques se conocieron en París, el 10 de enero de 1930, en una cena en casa de Josefina Atucha. Ocampo, que por entonces sostenía un affaire con el escritor Pierre Drieu La Rochelle —ya en divorcio con Olesia Sienkiewicz, a su vez amante reciente de Lacan—, decidió que lo mejor para vengar las poliamorosidades de Drieu (semana antes había descubierto manchas de rouge en su camisa) era seducir al amante de su esposa. Así, la cena se convirtió en campo de batalla sentimental: la intelectual porteña y el joven médico coincidieron en ese convite y se reconocieron como piezas del mismo ajedrez.

La primera impresión de Victoria quedó registrada en la carta a su hermana Angélica: entre comentarios sobre el aburrimiento de Jo Atucha, la huelga de taxis y la ópera, emergía un Lacan exaltado, de pelo negro y boca simpática, que a la madrugada se aparecía en su casa después de una hora de metro desde Sainte-Anne solo para conversar hasta el amanecer. “Lacan es inteligentísimo. Me gustaría que lo conocieras”, le escribió Victoria. Y en esa ligereza epistolar ya estaba la semilla del mito: el joven que sería el oráculo del inconsciente quedaba reducido, en la pluma irónica de Ocampo, a un muchacho con entusiasmo, entusiasmo y entusiasmo.

Jacques Lacan

Los días siguientes intensificaron la relación. Entre resfríos y desinfectantes en la garganta —detalle clínico digno de resonar con el sueño de La inyección de Irma de Freud—, Jacques se volvía presencia cotidiana. Mientras Drieu se hundía en sus “susceptibilidades insoportables”, Lacan aparecía como contrapunto vital: lleno de energía, ambición napoleónica, versos a lo Valéry y confesiones nocturnas sobre salones decadentes y damas de sociedad. Para Victoria, el diagnóstico era claro: un joven devorado por la ambición, que cantaba para sí mismo, que escribía sin publicar, que buscaba devorar y ser devorado.

Pero el idilio, que apenas duró tres meses, empezó a resquebrajarse en menos de uno. En febrero ya prevalecían los desencuentros. El carácter difícil de Jacques —como él mismo reconocería años después ante Roger Caillois— tensaba cada encuentro. Y la escena de ruptura llegó con una obra de Jean Cocteau. Para Victoria, La voix humaine era una “prostitución del corazón”, un teatro donde la intimidad se volvía mercancía vulgar. Lacan, en cambio, se dejó fascinar por ese sentimentalismo. Ocampo no pudo perdonarlo: la mujer que veía en la Lettre à Maritain de Gide una prostitución de la Fe no iba a tolerar un médico que venerara un melodrama telefónico. Esa noche, en su casa, Victoria le dio el golpe final: leyó en clave paródica un soneto de Lacan dedicado a Ferdinand Alquié –Hiatus irrationalis. Jacques, humillado, recogió sus cosas y salió. Portazo. Silencio. La rue d’Artois en sombras. La luz de la ventana de Victoria, única, se desdibujaba.

Nunca más se vieron. Pero el fantasma persistió. Años más tarde, tras un encuentro con Roger Caillois (digitado por la misma Victoria desde las sombras), Lacan confesó lo significativa que había sido Victoria en su vida y retomó el contacto epistolar. Le dedicó su tesis doctoral con un galante homenaje: “A Victoria, esta obra que no es más que una primera piedra, pero me gustaría que la recibiera con indulgencia en su jardín”. En 1966, le envió Écrits con una dedicatoria en castellano: “A Victoria, mujer de este siglo única”. En 1975, sobre la portada del seminario de Los escritos técnicos de Freud, escribió: “Victoria, mon amour, te dedico esto”.

Victoria Ocampo y Roger Caillois en la ciudad de Mar del Plata, ca. 1940

No se trata entonces del idilio pasajero ni del amor de tres meses, sino de la huella. Ocampo marcó a Lacan en el registro mismo de su fracaso íntimo. Lo ridiculizó en lo más vulnerable —su poesía— y esa afrenta se volvió herida inaugural. Lacan escribió toda su vida contra esa figura femenina que osó decirle que no. Así, el psicoanálisis lacaniano, cuando desembarca en la academia porteña de los sesenta, llega ya marcado por un espectro: el de una mujer indomesticable que no se dejó atrapar ni por la medicina ni por la literatura francesa.

Si Freud soñó con la inyección de Irma, Lacan soñó con la inyección de Victoria: la herida que no cicatrizó nunca, la fisura que convirtió a la señora de San Isidro en la única capaz de desmontar, con ironía y furia, al futuro inventor del inconsciente estructurado como un lenguaje.

Victoria Ocampo

Ultimos Artículos

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí

TE PUEDE INTERESAR

    SUSCRIBITE AL
    NEWSLETTER