Consuelito Velázquez: cómo el mundo aprendió a besar antes que ella

Ciudad Guzmán, Jalisco, 21 de agosto de 1916: nace Consuelo Velázquez Torres, la menor de cinco hijas, bajo un padre militar-poeta -Isaac Velázquez del Valle, hombre capaz de alternar sable con endecasílabos- y una madre, María de Jesús Torres Ortiz, que llevaba la batuta doméstica como si la casa fuera orquesta de metrónomo implacable.
A los cuatro, saqueaba el piano regalado por su tío. A los seis, recitales en la Academia Serratos. A los 22, diploma de concertista en Bellas Artes. Expediente impecable de niña prodigio, sí, pero también de resistencia: en un México posrevolucionario, la música culta seguía reservada a los falos. Ella decidió no ser musa: eligió ser autora. Y ese gesto fue, en sí mismo, revolución.

Mientras la consagraban como solista, mientras la colocaban bajo la sombra sagrada de Claudio Arrau, Consuelito guardaba en el cajón partituras prohibidas: boleros. Los firmaba como “una amiga”. Porque en los años treinta, una señorita decente no podía escribir de amor sin ser sospechada de indecencia. El pseudónimo duró poco: Mariano Rivera Conde (director de la radio mexicana más importante de esos días, esposo y padre de los dos hijos de Consuelo –Mariano y Sergio-), le soltó el pragmatismo brutal del capitalismo cultural: “firma lo tuyo si querés cobrar derechos”. Traducción simultánea: el mercado necesitaba su autoría, aunque la moral quisiera borrarla. Nota feminista al margen: cuando un hombre compone, se celebra genio; cuando una mujer compone, se diagnostica frivolidad.

Entonces, milagro histórico: Emilio Tuero y Chela Campos graban Bésame mucho. Jimmy Dorsey la catapulta al Hit Parade en plena Segunda Guerra Mundial: 23 semanas en las listas. Una adolescente mexicana de 19 años que jamás había sido besada escribió el manual global del beso.

Ahí está la paradoja ardiente: no necesitó experiencia carnal para redactar un himno erótico. El deseo femenino apareció como posibilidad, no como confesión. Y resultó universal. El planeta aprendió a besar con una canción compuesta desde un convento que prohibía siquiera nombrar la palabra “beso”. Feminismo retroactivo: la imaginación de una mujer podía incendiar labios que aún no había conocido.

Hollywood la rondó: Disney le abrió las puertas, Rita Hayworth y Gregory Peck le sonrieron en technicolor. Consuelito prometió volver y nunca volvió. Eligió México. Eligió pertenencia. Ese gesto fue también política: negarse a entregar su obra al brillo importado, afirmar soberanía estética y afectiva.

Más allá de Bésame mucho, dejó en el aire No me pidas nunca, Amar y vivir, Verdad amarga, Yo no fui, Que seas feliz. Confesiones camufladas en canción, secretos íntimos convertidos en patrimonio colectivo. Hasta dejó inéditas en su testamento: la clandestinidad como último acorde.

Su biografía pulveriza la frontera entre lo culto y lo popular: concertista en Bellas Artes, sí, pero también autora de melodías que atravesaron radios, bares y corazones. Releerla hoy implica desmontar el cliché eurocéntrico de la “cursilería latina”. Lo suyo no fue sentimentalismo barato: fueron actos de insurrección afectiva. Allí donde se esperaba silencio femenino, ella escribió deseo. Allí donde se exigía discreción, entregó la canción más versionada del siglo XX.

Un beso inventado puede durar más que uno real. Consuelito lo supo antes que nadie. Y el mundo, al cantarla, terminó aprendiéndolo.


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Bésame mucho por Consuelo

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