El mapa más humano

El 26 de junio del 2000 se comenzó a trazar el mapa más preciso de la humanidad, un mapa sin ríos, ni océanos, ni ciudades, ni desiertos, un mapa de moléculas que cubre más de tres mil millones de pares de nucleótidos, reunidos en 20.000 genes agrupados en 24 pares de cromosomas que reflejan –o mejor dicho, son– la vida misma.

Nadie celebra el 26 de junio, fecha que marca el inicio de un viaje más aventurado que el de Colón y más trascendente que la llegada a la luna. Es un viaje a nuestro interior, donde se descubren enfermedades y sus posibilidades terapéuticas, los secretos de la herencia, las incógnitas de las conductas.

En 1953, el norteamericano James Watson junto al inglés Francis Crick, y gracias a la difracción con rayos X obtenida por los hoy injustamente olvidados Rosalind Franklin y Maurice Wilkins, develaron la estructura en doble hélice del ADN. En 1980, el mismo Watson presentó el proyecto para elaborar el mapa completo del genoma humano. Tardaron 10 años en aprobarlo, y otros 10 en lanzarlo oficialmente, financiado por el Instituto de Salud de los Estados Unidos.

Uno de los factores determinantes para tomar esta decisión fue que una compañía privada, Celera Genomics, dirigida por Craig Venter (nacido en 1946), estaba interesada en conservar los derechos sobre la información de los genes descubiertos.

Watson se oponía firmemente a que los genes pudiesen ser “patentados”. Creía que eran un bien de la humanidad, y no materia de especulación financiera. Sostenía: “Son leyes de la naturaleza… y las naciones deben ver que el genoma pertenece a los pueblos del mundo”.

Watson tuvo una actividad científica muy provechosa, pero ideológicamente conflictiva: sus comentarios despectivos contra “Rosy” Franklin, su participación en protestas contra la guerra de Vietnam siendo profesor de Harvard, sus conflictos personales con Crick, y varios comentarios tomados como racistas y misóginos (como aquel en que afirmó que las personas de piel oscura eran mejores amantes porque el melanina aumentaba la libido) no le ganaron popularidad.

De hecho, en el año 2014 –siete años después de haber completado el genoma– vendió su medalla de Premio Nobel para recaudar dinero a fin de financiar investigaciones científicas. Creía que sus declaraciones lo habían convertido en una “mala persona” a los ojos del público. La medalla se vendió por 4 millones de dólares, pero le fue devuelta a Watson por Alisher Usmánov, un magnate ruso.

Su rechazo al patentamiento de los genes lo llevó a escribir un libro titulado Lecciones de una vida en la ciencia: Evite aburrir a las personas, en el que tilda a sus colegas de dinosaurios, fósiles, fracasados y mediocres, entre otros denominaciones no siempre felices ni simpáticas.

En 2019, el laboratorio de Cold Spring Harbor, donde había desarrollado buena parte de su carrera científica en los estudios del genoma, revocó sus títulos honoríficos y cortó todos los vínculos que los habían unido por décadas.

Ya Aristóteles sostenía que ninguna gran mente ha existido nunca sin un toque de locura. Y también: “Locura es odiar a todas las rosas porque una te pinchó” (Saint-Exupéry). “La ciencia no es ajena a la controversia. La búsqueda del conocimiento es incómoda y desconcertante”, suele decir el Dr. Watson, quien acaba de cumplir 97 años.

El genoma humano ha abierto las puertas a la mayor revolución en la historia de la ciencia, al viaje más extenso y profundo hacia nuestra ipseidad.

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Esta nota fue publicada en CLARIN.COM

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