El cine ha tratado (en forma escasa, hay que decirlo) la temática de la maldad en los niños –a los que por alguna razón se los identifica con valores morales habitualmente positivos–. Si bien es un tema como mínimo incómodo, espinoso y del que se habla poco, vale la pena hacer un pequeñísimo repaso de películas que muestran niños malos de verdad…
Damien, el niño de “La profecía” (Richard Donner, 1976), era la maldad personificada, ya que se trataba del diablo en persona. Hasta tenía la marca registrada: el 666 marcado en su cuero cabelludo. La cara de Damien era de una belleza maligna, con la que miraba imperturbable a todos los que maquiavélicamente iban muriendo a su alrededor de acuerdo a los designios diabólicos que él representaba.
Regan, la niña de “El exorcista” (William Friedkin, 1973) era algo diferente: el diablo la invadía y le hacía hacer asquerosidades como vomitarle en la cara a la gente, insultar en arameo, orinarse en la alfombra o girar su cuello 360 grados, por mencionar algunas. Pero bueno, llegó el padre Merrin que la exorcizó y, aunque el cura no sobevivió, Regan pudo expulsar al molesto intruso demoníaco… al menos hasta “El exorcista II”.
En otra perspectiva (la perspectiva zombie, digamos) encontramos a Gage (“Cementerio de animales”, Mary Lambert, 1989), un niño de tres años cuyos padres se mudan a Maine y no tienen mejor idea que comprar una casa al lado de una ruta por la que pasan camiones a toda velocidad. Fuiste, Gage: atropellado por un camión antes de la media hora de película. Enterrado (con toda intención) en un viejo cementerio indio cercano a la casa, el hechizo del lugar hace lo suyo y Gage vuelve al regazo de su madre pero malo, malito malito. Lo mismo había pasado con el gato muerto, pero bueno, con el nene no va a ser lo mismo, vas a ver. Ja. Gage hace de las suyas, qué puede perder, ya está muerto, aunque no parezca.
Dejando de lado los demonios, los endemoniados o los zombies, aparecen algunos niños francamente malos; lo que se dice pequeñas lacras. La primera que viene a la memoria es Rhoda (“La mala semilla”, Melvyn LeRoy, 1956), una niñita de ocho años rubia y con trenzas, envase estereotipo de la nena californiana que todos quisieran como hijita, pero que no era más que una asesina despiadada y cínica que iba dejando el tendal ya desde el inicio de la película; su madre empieza a darse cuenta de que la nena es lo que es, y su sufrimiento es el otro puntal de la historia.
Ahí tenemos también a Henry (“The good son” o “El ángel malvado”, Joseph Ruben, 1993), un niño maléfico sin límites que primero le hace la vida imposible a su primito, que está de visita en su casa como para aliviar sus penas (justo fuiste a caer ahí, amiguito) ya que acaba de perder a su madre, y luego directamente planea matarlo. Un dulce, Henry.
Y ni hablar de David (Whisper, Stewart Hendler, 2007), un niño de 11 años solitario y seriecito (demasiado seriecito), hijo de un matrimonio millonario, que es secuestrado por una banda bastante heterogénea (desde un borrachín hasta un enfermo cardíaco, pasando por un mafioso y una pareja de tortolitos necesitados de dinero) y llevado en cautiverio a una cabaña alejada, en pleno invierno. El mocoso, que tiene unos poderes mentales extraños, empieza a quemarles la cabeza a todos, y sin hacerlo en forma directa termina provocando la muerte de sus secuestradores. La trama pega un giro que asombra acerca de por qué había sido secuestrado el crío, pero ni falta que hacía explicarlo; mejor mantenerse lejos de ese enano siniestro.
Y está Samara (“Ringu”, Hideo Nakato, 1998 y “The ring” o “La llamada”, sus versiones americanas), la niña de pelo larguísimo que le tapaba la cara y que provocaba la muerte cada vez que atendías el teléfono, aunque en realidad esa era la consecuencia tardía de una historia de muertes previas de todo tipo provocadas por resentimiento y odio de Samara… a todo el mundo: a sus padres adoptivos, a sus caballos, en fin, lo que podía liquidar, Samara lo liquidaba. “Déjenme dormir tranquila”, seguramente diría, ya que era patológicamente insomne.
Caso interesante es Kevin (“Tenemos que hablar de Kevin”, Lynne Ramsay, 2011). Ya de bebé no dormía, de chiquito no quería aprender a ir al baño, era arisco. Hasta ahí, vaya y pase. Ya algo más crecidito, el padre no tiene la mejor idea que regalarle un arco y flecha. Para qué. Se convirtió en experto tirador; lo primero que hizo fue matar de un flechazo a la mascota y lo segundo acertarle al ojo de su hermanita. La cosa no termina ahí: matará a su hermana, a su padre, a maestros, compañeros (bueno, no a todos con el arco y flecha, eh) y a decenas de niños en la escuela (todos a la vez, una verdadera masacre). Bueno, a todos no los mató: a la madre la dejó viva, para que sufriera. Se las pensaba todas, Kevin.
En “Caso 39” (Christian Alvart, 2009), la pequeña Lilith es salvada por un pelito cuando sus padres estaban a punto de matarla. La habían metido en el horno y lo habían sellado: eso es tomar decisiones drásticas. Luego de salvarla, la asistente social se la lleva a vivir temporalmente con ella. La espiral de maldad y violencia que despliega la niña no respeta ni al pececito de la pecera. Lo del horno parece un poco fuerte, pero su nueva “mami” termina encerrada en su propio cuarto por el miedo, con 5 o 6 cerraduras reforzadas… ¡ah!, y con su casa incendiada.
Esther (“La huérfana”, Jaume Collet-Serra, 2009), una huerfanita misteriosa adoptada, tiene costumbres raras: usa siempre mangas largas y se encierra con llave en su cuarto para cambiarse y en el baño para bañarse o higienizarse, pero a sus padres adoptivos (en plena remontada de una crisis matrimonial) no les llama demasiado la atención eso (error, amigos). Hay un hermano desconfiado, una hermanita sordomuda, en fin, escenario ideal para amasijar gente, empezando por la monja del orfanato eliminada a martillazos. Los crímenes siguen, llegando hasta el padre. Pero bueno, sus razones tendría, la “nena”.
En “La cinta blanca” (Michael Haneke, 2009), ambientada en Alemania antes de la Primera Guerra Mundial, los hijos de un párroco protestante ultra conservador y severo resultan ser unos criminales; primero en potencia, finalmente en forma concreta, las transgresiones van desde la hostilidad y patoteo a otros niños y terminan en la muerte, todo en forma larvada, subrepticia, maquiavélica.
Y están los niños que hacen maldades en patota. Los clásicos pandilleros que se potencian y se transforman en una marea de maldad. Un clásico es “El señor de las moscas” (Harry Hook, 1990), una historia en la que los niños forman bandos, toman decisiones y en la que cuando aparece la violencia ya no sólo no se detiene sino que se incrementa hasta la tragedia. Como la pandillita de niños callejeros que asalta turistas en “Hostel” (Eli Roth, 2005) o, más violenta aún, la pandilla de niños de “Ciudad de Dios” (Fernando Meirelles, 2002), que son realmente despiadados y terminan matando a Zé Pequeño, el despiadado líder criminal y narco de la favela, que había comenzado su vida delictiva justamente matando gente cuando era niño.
A veces son más que una pandilla: son un grupo grande. En “El pueblo de los malditos” (John Carpenter, 1995) ocurre un desmayo colectivo en todo un pueblo, después del cual varias mujeres quedan embarazadas simultáneamente. La extraña semilla colectiva/alienígena derivará en unos niños de pelo blanco y ojos brillantes que tienen poderes telepáticos que usan no precisamente para ayudar a los necesitados. La ola de asesinatos no se hace esperar, ya que esa especie de hermandad de niños malditos se protege y se potencia asesinando gente.
También están los chicos que tienen enre ceja y ceja a los adultos… y los matan. Es lo que ocurre en “Los chicos del maíz” (Fritz Kiersch, 1984) con una secta de niños-púberes-adolescentes que, liderados por Isaac y su lugarteniente Malachai, matan brutalmente a los adultos del pueblo y luego directamente a cualquier adulto que pase por ahí. Algo similar ocurre en “¿Quién puede matar a un niño?” (Narciso Ibáñez Serrador, 1976), cuya historia se desarrolla en una isla del Mediterráneo en la que todos los niños tienen una especie de locura colectiva y comienzan a matar a todos los adultos. Los adultos que no logran escapar no reaccionan, ya que ¿quién puede matar a un niño? Los niños asesinos con sólo mirar a los niños “normales” ya los incorporan a su banda y empiezan en forma automática a compartir su objetivo, que es eliminar de adultos la isla.
Hasta acá, parece suficiente. De lo peor, estos chicos.
Pero hay un pequeño bonus: los bebés. ¿Adorables, tiernos, inocentes? Lejos de eso, hay bebés diabólicos. Y no nos referimos al “Bebé de Rosemary”, que no entra en este repaso ya que no nos constan sus fechorías, aunque podemos sospecharlas. Pero sí vale recordar la película “El monstruo está vivo” (“It’s alive”, Larry Cohen, 1974), que tuvo además dos secuelas. El bebé de una pareja nace con colmillos y garras, deja la sala de partos encharcada de sangre después de matar a todos (menos a mami), escapa gateando del hospital (sí, sí, tal como se lee) y empieza un raid criminal. Seguir relatando el argumento y las peripecias del bebé asesino es tan innecesario como ridículo.
Pero sin necesidad de llegar a estos extremos criminales, está la maldad “simpática”, esa que provoca alguna sonrisa en el espectador pero que hace sufrir a los otros protagonistas del filme. Y los bebés (individuos con muy buena prensa con los que la gente está habitualmente bien predispuesta) son expertos en ese tipo de malicia. El bebé jefe-ejecutivo de “Jefe en pañales” (Tom McGrath, 2017) le amarga la vida al hermano mayor durante la mitad de la película, aunque luego de alguna manera termina aliándose con él por mutua conveniencia.
Y un caso especial de bebé dañino es, sin duda alguna, el precioso-inocente-luminoso-perfectito bebé de “Cuidado, bebé suelto” (“Baby’s day out”, Patrick Dean Johnson, 1994). Este bebé causa todas las desgracias posibles al trío de torpes secuestradores que lo arrancaron de la mansión de sus padres, dos lánguidos y tilingos millonarios. El bebé gatea por toda la ciudad, entra a tiendas, a ascensores, sube y baja por elevadores de obra, entra a la jaula de un gorila, todo con la mayor naturalidad. Detrás de él, los tres “pobres” (a esta altura, sí, pobres) tipos que buscan atraparlo para poder cobrar el rescate sufren quemaduras, caídas, golpes, etcetc. Esta película, un clásico de la televisión de los domingos a la hora de la siesta, ya ha sido repetida tantas veces que cada vez que uno la ve encuentra nuevas características al bebé: es indiferente a la desgracia y el dolor ajenos, se ríe cuando otros sufren, es delator y no tiene la menor piedad con sus captores. Un verdugo impiadoso; lo que se dice un lobo con piel de cordero, mire.